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Tribuna
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Un paso fiscal contra la deslocalización

La sucesión de noticias sobre deslocalización de empresas ha generado un debate sobre las causas del fenómeno y sus soluciones. Para paliarlo en lo posible, el autor propone actuar sobre la política tributaria, reformando el impuesto de sociedades para simplificarlo y hacerlo más transparente

Cierto es, sin querer ser alarmista, que un fantasma parece estar recorriendo nuestra vieja Europa: la deslocalización, que afecta no sólo al tejido industrial, sino que puede alcanzar, sin ir más lejos, al turismo. æscaron;ltimamente se suceden las noticias, a veces magnificadas, de empresas que deciden abandonar nuestro país y asentarse en Asia, África o en los nuevos socios de la Unión Europea. Como consecuencia de estas informaciones, se genera un debate económico sobre las causas del fenómeno y sus soluciones, lo cual es positivo, pero también tiene el peligro de que se instale entre nosotros el desánimo, preludio de la crisis.

La causa más obvia de la deslocalización es la pérdida de competitividad, problema éste, como todos los económicos y sociales, complejo, resultante de la confluencia de múltiples vectores y que, por lo tanto, tampoco tiene una solución unidireccional.

Una rebaja de tipos impositivos generará que se frene el reparto de beneficios y aumentará la capitalización de las empresas

Entre los factores que inciden en esta pérdida de competitividad podemos citar algunos estructurales, como la aversión al riesgo y la falta de espíritu emprendedor, ligados a un concepto de Estado-tutor, o el escaso crecimiento de la productividad, muy relacionado con el déficit de I+D, además de otros motivos coyunturales, como el encarecimiento del suelo o la tributación comparativamente desfavorable.

Diagnosticado el enfermo, reconociendo la dificultad del tratamiento y considerando que no existirá la curación milagrosa, uno de los fármacos, que puede tener cuando menos efectos paliativos, es la política tributaria, una de las ya escasas herramientas de la política económica que los Estados nacionales conservan dentro del imparable proceso de confluencia económica y monetaria en los países de la Unión Europea; y, dentro de ella, el tributo más directamente relacionado con la actividad empresarial es el impuesto sobre sociedades.

Así los responsables económicos de países tan importantes como Francia y Alemania no han tenido ningún rubor en introducir el debate sobre la conveniencia de adaptar este impuesto a la nueva realidad de feroz competencia internacional. Especialmente sintomático ha sido el debate del Ecofin de los pasados días 10 y 11 de septiembre sobre los proyectos de determinar una base imponible para los grupos de pymes o para armonizar la base imponible del tributo para todas las sociedades en el ámbito de la Unión Europea.

En España, mientras tanto, desde hace años no hemos tenido ocasión de debatir seriamente acerca de este impuesto, el cual consigue una recaudación muy significativa (como la mitad de la obtenida por el IRPF) y tiene una gran influencia en los beneficios de las empresas. Conviene recordar que, nominalmente, el impuesto consagra la existencia de un socio de todas las sociedades al que todos los años se le ha de distribuir el 35% de los beneficios.

Pensando en reformarlo, mi opinión es que la estructura actual es válida y que se ha demostrado su eficiencia desde que se comenzó a aplicar la vigente ley en 1996. Quizá convendría pensar en simplificarlo en lo posible, limpiándolo con prudencia, sobre todo para hacerlo más transparente. Es posible que exista un exceso de incentivos en base, bonificaciones y deducciones en cuota o regímenes especiales, y puede ser que convenga retocar aspectos técnicos muy concretos que se han desajustado por las pequeñas aunque repetidas modificaciones a las que se le ha sometido.

Pero, sin duda, lo que un inversor foráneo percibe intuitivamente como algo muy atractivo es una rebaja de tipos, lo cual provocará, además, que exista una mayor diferencia de éstos con los del IRPF, y previsiblemente generará, a su vez, que se frene el reparto de beneficios y aumente la capitalización de las empresas.

Junto a esta medida que considero fundamental, se podría intentar aproximar el tratamiento fiscal de provisiones y amortizaciones a la realidad actual, marcada por una obsolescencia cada vez más rápida de los activos. Asimismo, se debería analizar la efectividad real de los diferentes incentivos a la inversión que se han sucedido en los últimos 20 años, comparando el coste en términos de recaudación perdida con el incremento de inversión conseguido, apostando decididamente por los que se demuestren rentables y desterrando los que, por su dificultad de aplicación o de comprensión, no han sido utilizados para el fin que se idearon.

Para terminar, mi recomendación es que nuestros políticos, que en definitiva son los que en las campañas electorales o mediante iniciativas legislativas proponen y consiguen llevar a cabo las reformas, no olviden este impuesto, porque, aunque no sea el más popular de nuestro sistema tributario y parece que no focaliza la atención de los ciudadanos, su reforma, estando bien orientada, puede suponer un granito de arena para mejorar la competitividad de nuestras empresas y, por ende, para frenar la deslocalización.

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