_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hidalguía universitaria

España, desde siempre, fue un país de hidalgos. Aquellos caballeros arruinados, tan sólo preocupados por su apariencia, tan magistralmente caricaturizados por nuestros clásicos, siguen presentes en nuestro imaginario colectivo. ¿O no? ¿Cómo es posible que los oficios -fontaneros, electricistas, etc.- ganen mucho más dinero que la mayoría de los universitarios y que los jóvenes no quieran desempeñarlos? ¿Es que damos más importancia a la vitola del título universitario que a la calidad de vida? Muchos universitarios tienen un empleo mal remunerado y necesitan el apoyo económico de sus padres, que lo ganan con el esfuerzo de su oficio. Y aquí viene la gran paradoja. ¿Están arrepentidos esos padres de haber dado estudios universitarios a esos hijos que sólo logran mal tirar mientras que podían ganar mucho más dinero ayudándoles en el negocio familiar o ampliando el negocio? Pues no. Se sienten muy orgullosos de ello.

Para la mayoría de los españoles, el título universitario significa un reconocimiento de hidalguía, una conquista social. En nuestro imaginario colectivo tiene mayor estatus un universitario sin dinero que un trabajador cualificado, un autónomo o un pequeño empresario, por muy boyante que les vaya. ¿Y no es esto otra cosa que una revisión actualizada de nuestra tradicional hidalguía? Y generaciones enteras de españoles afirman con orgullo: 'He trabajado fuerte toda mi vida para poder dar carrera a mis hijos, para que no tengan que trabajar tanto como yo'.

Analicemos de forma crítica algunas de las peculiaridades de nuestro mercado laboral. En primer lugar, llama la atención el altísimo porcentaje de jóvenes españoles que acceden a la universidad. Presentamos uno de las ratios más altas de toda la Unión Europea. Acostumbrados, como estamos, a figurar en la cola de casi todos los parámetros europeos, esta preeminencia sorprende. ¿Por qué es superior el porcentaje de españoles que acceden a la universidad? O mejor planteada la pregunta, ¿por qué ese deseo es mayor en España que en la media de los países europeos? Se nos podría responder: porque nuestro nivel cultural es superior, y la inquietud intelectual de nuestros jóvenes sólo puede satisfacerse bebiendo en las fuentes universitarias. Podría ser. Otra, porque nos hemos desarrollado más rápido y de forma más sólida que los europeos o porque nuestras universidades son mejores. No lo parece. ¿Cuál es entonces la razón?

Que la universidad sea gratuita y deseable para todos, pero que entrar en ella signifique un esfuerzo intelectual

No nos pueden argumentar que con cualquier carrera las salidas profesionales están aseguradas. Aunque es cierto que el desempleo universitario es inferior al de los jóvenes no cualificados, también es cierto que un porcentaje elevado de los universitarios trabajan en puestos mal pagados, o en trabajos que nada tienen que ver con lo que estudiaron. No. La explicación debe proceder de razones culturales y de ausencia de alternativas. Comencemos por estas últimas. La formación profesional española ha sufrido una profunda crisis durante las últimas décadas, de la que a duras penas comienza ahora a escapar. Prácticamente las dos únicas alternativas que se daban a nuestros jóvenes eran la del trabajo no cualificado o la del trabajo universitario. Afortunadamente eso está cambiando en nuestros días, y las nuevas titulaciones de FP atraen a numerosos estudiantes.

La causa más influyente para nuestra hidalguía universitaria es cultural y social. Procedemos de una sociedad muy pobre, que en pocas décadas ha adquirido un considerable nivel de desarrollo. La universidad ha sido considerada como una poderosa palanca de promoción social, y casi como única vía para adquirir una mínima pátina de cultura.

No se puede impedir a nadie la entrada a la universidad, que debe seguir siendo un fundamental servicio público para todos. Ahora bien, se deben incorporar principios de excelencia, elevando los requerimientos de esfuerzo y conocimientos precisos para acceder a la universidad. No se acumula más ciencia por tener más universitarios, sino porque éstos sean cada vez mejores. Que la universidad sea gratuita y deseable para todos, pero que entrar en ella signifique un esfuerzo intelectual. Con ese principio de excelencia conseguiríamos dotar de igualdad de oportunidad a todos. Y este principio es especialmente importante para la universidad pública, que debe ser sinónimo de calidad. No debemos preocuparnos porque haya menos universitarios -la caída demográfica ya nos condena a ello-, ni incluso porque se tengan que cerrar algunas de las muchas universidades que abrimos. Lo importante es su nivel.

Archivado En

_
_