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Tribuna
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Demasiadas varas de medir

La autora plantea que el sector público y el privado aplican diferentes criterios al juzgar comportamientos de personas con responsabilidad. En su opinión, uno de los efectos de la globalización es que ha dejado obsoletos mecanismos de regulación antes incluso de que se hayan perfeccionado

Cuando en abril pasado Ernst Welteke tuvo que dejar la presidencia del Bundesbank por haber consentido que el Dresdner Bank le pagara dos noches de hotel, más de uno nos preguntamos: '¿y al presidente del Dresdner, alguien le tiró de las orejas?, ¿y a su director de comunicación, le han puesto en la calle?'. No conseguimos respuesta en la prensa que cubrió con profusión la salida de Welteke.

El Dresdner Bank no ha sido protagonista de la noticia, su participación se trató como un dato, sin más. Y si buscan en su web algún comunicado de prensa sobre el asunto, seguramente les pasará lo mismo que a mí, no lo encontrarán. ¿Por qué? Porque es socialmente aceptable que las empresas hagan regalos a personas relevantes de otras empresas o instituciones, sean públicas o privadas. Es una práctica más de relaciones públicas o marketing, algo habitual en el mundo de los negocios. Si es así ¿por qué un responsable público no debe aceptar regalos ni favores? Porque se supone que si lo hace, sus decisiones se verán condicionadas por la simpatía que le inspiran o el interés que le despiertan las empresas que le hayan obsequiado con sus dádivas, y eso iría contra el interés general que, como responsable público, tiene que defender.

Socialmente se acepta que las empresas hagan regalos a personas relevantes de otras empresas o instituciones, sean públicas o privadas

Pero, ¿qué sucede si el que recibe el regalo tiene responsabilidad en una empresa privada?, ¿hay alguna presión social o accionarial para que se explique?, ¿suscita el hecho alguna duda sobre su independencia de criterio, sobre su capacidad para defender los intereses de sus accionistas?. ¿Y el que hace el regalo? Si conoce estos códigos sociales ¿por qué tiene hacia el responsable público gestos que le comprometen por el simple hecho de ser su destinatario?, ¿qué es lo que busca?, ¿cómo explica el gasto?

Esto es simplemente un ejemplo de la diferencia cultural que existe todavía en nuestras sociedades a la hora de tolerar comportamientos de personas con responsabilidades.

En las sociedades europeas, el rigor es la norma para los que manejan, directa o indirectamente, dineros públicos. Quizás por eso la Administración se ha ido dotando, a lo largo de años de evolución, de investigación y de aprendizaje, de procedimientos cada vez más claros y sencillos para garantizar la integridad de los ingresos, el control de los pagos o la transparencia en la contratación. Ha sabido clarificar competencias entre técnicos y políticos, distinguir entre actos administrativos (reglados) y decisiones políticas (discrecionales), establecer controles para unos y otros. Con todos sus defectos y sus posibilidades de mejora, nuestras Administraciones han alcanzado un grado de desarrollo en materia de gobierno corporativo que está muy por encima del que existe en el sector privado, a pesar de las iniciativas legislativas y de las propias empresas para mejorar en este terreno.

Aún así, por mucha transparencia, procesos y controles que existan, cada persona, individualmente, tiene un código ético más o menos laxo. Si choca con el código social, como en el caso de Welteke, no le queda más remedio que irse a casa. Aunque su comportamiento no sea punible penal ni administrativamente, aunque no haya contraído responsabilidad civil. Da igual. Ya no inspira confianza, ha transgredido el código social que impone austeridad e independencia a los responsables públicos.

Estos valores comunes son los que cohesionan las sociedades y también el instrumento más potente para garantizar que las pautas de comportamiento corresponden a unos patrones de convivencia que nos inspiran seguridad y confianza, porque si realmente son valores sociales, quien los transgrede se ve inmediatamente impelido, sin necesidad de que intervenga la autoridad, a enderezar su conducta porque la sociedad no la va a aceptar.

Si respecto a la cosa pública hay un consenso generalizado y poderoso, en el sector privado aún queda mucho camino por andar. Es muy ilustrativa, en este sentido, la polémica alrededor del caso Mannesmann. Mientras los fiscales alemanes se niegan a rendirse ante la absolución de los que consideran culpables de abuso contra los accionistas, por haber recibido pagos multimillonarios al vender a Vodafone, Josef Ackermann, ahora presidente ejecutivo de Deutsche Bank, y quienes formaban su equipo directivo, se defienden diciendo que lo único que han hecho ha sido recibir una compensación acorde con las ganancias logradas gracias a su gestión durante el proceso de venta.

Quizás la razón la tenga uno de los miembros del comité de supervisión de Mannesmann, que declaró en el juicio que le había sorprendido la cuantía del bonus que recibieron los directivos, porque no era habitual en Alemania. Pero, dijo, refleja la práctica internacional.

Esta reflexión coloca el debate en un lugar mucho más peliagudo, porque si en las sociedades más antiguas ya resulta difícil establecer valores comunes, ¿qué sucede a nivel mundial, donde no existe una cohesión social que marque las pautas de convivencia? La conclusión sería que uno de los efectos de la globalización es que ha dejado obsoletos mecanismos de regulación antes incluso de que éstos hayan podido perfeccionarse. Y que los avances en el buen gobierno corporativo tienen que producirse en muchos frentes, tantos como tiene este tiempo contradictorio que vivimos, simultáneamente tan global y tan fragmentado.

Economista

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