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Columna
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¡Qué difícil!

Una de las líneas argumentales del programa económico con que el PSOE se presentó a las pasadas legislativas era el cambio en el esquema de crecimiento de la economía española, elevando la importancia que sobre el crecimiento real tiene la mejora de eficiencia del factor trabajo. El nuevo patrón se consideraría como un objetivo a la vez que un medio para conseguir un crecimiento sostenido a largo plazo. Si bien un mayor aumento de la productividad del trabajo no deja de ser una meta irrenunciable en el medio plazo, lamentablemente, su consecución es una tarea difícil y lenta.

Como precedente de esta meta se tiene que el elevado crecimiento de la segunda mitad de los noventa (3,8% anual en 1997-2001), no ha sido acompañado por el crecimiento de la productividad de los trabajadores (cercano a cero en igual periodo), sino por un significativo aumento del empleo. La situación de escaso crecimiento de la productividad ha tenido continuidad en 2002-2003. La correlación negativa entre mejora de productividad y del empleo no es una excepción en nuestra historia. Algunos de los episodios de mayor destrucción de puestos de trabajo se ha correspondido con crecimiento de la productividad.

Sin embargo, las experiencias de las economías norteamericana, británica y, sobre todo, irlandesa han demostrado la compatibilidad de elevados crecimientos del empleo y de su productividad de manera conjunta. De igual manera, también es posible que el bajo crecimiento de la productividad española en los últimos años responda a factores difícilmente controlables por la política económica. Uno es la bajada de los tipos de interés y el cambio en la composición de la demanda agregada española, con un aumento significativo del gasto residencial ante la bajada de tipos que trajo la convergencia nominal a los países centrales del área del euro.

De la misma manera que dicha demanda se satisfizo con una dotación de factores dominada por el trabajo, otras actividades caracterizadas por la intensidad del uso de la mano de obra, como las actividades turísticas, se han enfrentado a demandas crecientes y mucho más estables que las de las más intensivas en uso de capital, como la producción de manufacturas. Finalmente, estas mismas actividades con un valor añadido alto por unidad de mano de obra se han enfrentado a problemas derivados del cierre de plantas de producción de alta tecnología con la crisis del mercado de microelectrónica (casos de Lucent, Ericsson y Alcatel, por ejemplo) o la deslocalización hacia zonas con menores costes laborales (caso de Samsung). De los elementos anteriores se han llegado a producir coincidencias dramáticas para nuestro tejido industrial, cuando la decisión de deslocalización ha tenido que ver tanto con los costes laborales como con el beneficio derivado de la venta del terreno de las plantas ante las plusvalías derivadas del aumento del valor del suelo que trae la burbuja inmobiliaria. Finalmente, no hay que desdeñar el cambio en la legislación laboral que se introduce en 1994, que fomenta la contratación de trabajadores menos cualificados.

Más que productividad, parece sensato plantear una meta de mejora de la competitividad. Es esa mejora la que podría servir como base de un crecimiento sostenido, y el incremento de la productividad sería sólo uno de los medios y manifestaciones para su consecución.

Pero, si difícil es establecer una forma de medir la productividad del trabajo, más difícil resulta establecer la mejora de la capacidad para competir de una economía. No es extraño que la competitividad en no pocos casos se reduzca por los economistas a una comparación ante el coste y el producto unitario del factor trabajo. Otras formas alternativas y complementarias de evaluarla podrían definirse sobre la capacidad de un sistema para atraer y utilizar recursos productivos escasos (en particular, capital humano de alta cualificación y capital físico), y un clima propicio para la actividad.

El caso es que el grado de desarrollo económico nos sitúa en un punto en el que no hay una relación entre coste y productividad suficientemente favorable respecto a países comparables y que tampoco hay un grado de desarrollo que permita distinguir claramente la producción en términos de calidad o diferenciación tecnológica respecto a nuestros principales socios comerciales.

No se me ocurre otra solución que la negociación para ganar tiempo hasta que distintas reformas estructurales pongan en producción el stock de capital humano que respalda los aumentos de productividad. Esta situación debería crear un clima propicio a la creación de actividades de alto valor añadido. En cualquier caso, los gastos deben realizarse ya, aunque estemos seguros de que los beneficios sólo se tendrán a largo plazo.

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