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Columna
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La economía y el cambio

Pocas veces se ha dado en España un cambio político con una situación económica tan favorable. El autor, sin embargo, advierte del peligroso y creciente déficit exterior y propone una reasignación de recursos para hacer la economía más innovadora y avanzada

Rara vez se ha dado en España un cambio en la coyuntura política con una situación aparentemente tan favorable en la economía como esta vez -crecimiento razonable cuando Europa está medio parada, cuentas públicas en equilibrio e inflación casi controlada-, si no fuese por un creciente e importante déficit exterior corriente -más del 3% del PIB en 2003- que no augura nada bueno porque ya sólo se podrá corregir con dolorosos ajustes estructurales que hagan la economía más productiva y competitiva.

Por eso conviene echar un vistazo a la economía italiana, gemela de la española en muchos aspectos y en práctico estancamiento desde el acceso a la moneda única. Este parón, realmente excepcional, parece ser consecuencia tanto de la incapacidad política para afrontar las necesarias reformas estructurales tantas veces demoradas como de la imposibilidad de recobrar la competitividad perdida, e impulsar la economía con una devaluación de la divisa como en otros tiempos. Y no hay que olvidar que en los 30 años anteriores Italia devaluó la lira seis veces, tantas, dicho sea de paso, como hizo España con la peseta.

Hay un rico y opaco yacimiento de recursos en las ayudas que, en múltiples oscuras y sofisticadas formas, concede el sector público

Se puede vaticinar con total seguridad que más bien pronto que tarde el principal motor de la economía española en estos últimos años, la construcción, acabará frenando su marcha e incluso invertirá su tendencia, con los consiguientes efectos contractivos sobre el crecimiento que difícilmente van a ser contrarrestados por otros componentes de la demanda interna y mucho menos por la exterior.

De ahí que si no se quiere ser víctima del síndrome italiano es de la máxima urgencia llevar a cabo las reformas estructurales que hagan mucho más flexible la economía y proceder a una reasignación de recursos para hacerla más innovadora y tecnológicamente más avanzada. En definitiva, para hacerla más competitiva cualitativamente, condición sine qua non para cumplir las promesas de mejoras sociales de forma duradera.

Pero este tipo de ajuste suele ser doloroso para las clases menos favorecidas y tiene un coste político en el corto plazo, lo que determina en cierto modo el perfil del responsable máximo del departamento -Economía, Hacienda o vicepresidencia económica- que ha de llevarlas a cabo.

Y según mi experiencia como colaborador directo de siete responsables de ese departamento (de todo hubo) que se fueron sucediendo hasta 1986, los que consiguieron llevar a cabo con éxito el mayor número de las actuaciones políticas que les eran propias no fueron precisamente los que llegaron a como grandes conocedores y superexpertos en la materia. Los más eficaces fueron los que se rodearon de buenos equipos, tenían, además de la lógica confianza de quien los había nombrado, el apoyo del partido en el poder si no eran miembros del mismo, y, sobre todo, demostraron a lo largo de su mandato gran sensibilidad y finura política.

En todo caso, las medidas que se vayan tomando en ese departamento deberían seguir una norma elemental en cualquier actuación política, pero quizás imprescindible en el área económica, según la cual la urgencia de las mismas no debe estar reñida con su racionalidad. Sin embargo esta regla no se cumple cuando se empieza anunciando un 'recorte lineal del 2% de todos los gastos corrientes del Estado'. Es muy probable que una reasignación óptima de esos gastos desde un punto de vista socioeconómico hacia la inversión en I+D, educación, etcétera, podría llevar a una reducción mayor en algunos casos y posiblemente a un aumento en otros.

Pero una reasignación del gasto público hacia los objetivos señalados sin romper el prometido y necesario equilibrio de las cuentas publicas, podría empezar explorando un rico y opaco yacimiento de recursos como son las ayudas que en múltiples, oscuras y sofisticadas formas concede el sector público a las empresas. Dada la extrema complejidad de ese gasto se desconoce cuál pueda ser su nivel hoy aunque se presume muy elevado. Sería posible, sin embargo, llegar a cuantificarlo con aproximación suficiente. Bastaría para ello con actualizar y completar un trabajo pionero en la materia que por encargo del Ministerio de Economía realizó en 1994-1995 un equipo de economistas dirigido por el que escribe estas líneas años después de dejar la Administración.

Un examen crítico de estas ayudas a las empresas sería de gran interés por dos razones. Permitiría liberar recursos que podrían ser destinados a dinamizar la economía y además incrementaría su crecimiento potencial al reducir o eliminar aquellas ayudas, sobre todo las que se podrían calificar de silenciosas por estar enraizadas y pasar desapercibidas, sobre las que hay sólidas presunciones de que crean ineficiencias en el sistema.

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