Lastres al crecimiento europeo
Desde que nació a principios de 1999, la moneda europea, acompañada del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), han aumentado los quebraderos de cabeza para aquellos países de la UE cuyas economías, dotadas de importante capacidad exportadora, son muy sensibles al valor de la moneda. Tales países tienen que compartir sus decisiones, en el seno del BCE, con otros miembros de la Unión más indiferentes a la situación de la moneda única. Ese es el drama de las potencias más destacadas de la UE, Francia, Alemania y la propia Italia, atenazadas en una tela de araña tejida por ellas mismas, cuyos efectos negativos afectarán progresivamente a todo el espacio económico de la Unión. A esa circunstancia hay que añadir una división creciente entre los países miembros tanto en materia de política internacional como de política interna que en poco contribuyen al estímulo y desarrollo del conjunto de la Unión.
Cuando se creó la moneda única, como instrumento eficaz para el desenvolvimiento del proyecto europeo, ya se advirtió de las dificultades que surgirían en el momento en que se produjeran distorsiones en el crecimiento económico de los países, ya que, en la medida que aquellas fueran importantes, la búsqueda de las soluciones se complicaría al no disponer los Estados de políticas autónomas en materia monetaria y de tipos de cambio. Se respondía que no habría tales problemas, porque la homogeneización de las economías era importante y la globalización ayudaría a ello.
En los años transcurridos desde enero de 1999 hemos asistido a un primer bienio caracterizado por una significativa devaluación del euro respecto del dólar que teóricamente debía haber permitido el crecimiento de las potencias exportadoras de la UE, y efectivamente algo de eso sucedió. Pero se solapó un tímido crecimiento de esas economías centrales de la UE, Francia y Alemania, con la crisis financiera internacional que ha restado vigor a los mercados y ha puesto en entredicho las presuntas bondades de las políticas neoliberales seguidas por los Gobiernos nacionales.
Ante esas realidades, las instituciones de la UE, fundamentalmente la Comisión y el BCE, no han sabido o no han podido dar respuestas diligentes y eficaces, refugiándose en el cumplimiento del reglamento, en este caso el PEC, lo que ha devenido en una especie de sálvese quien pueda que es la imagen patética que resulta del último año y medio de política europea. La expresión más plástica de ello es ver al comisario de Economía y a la propia Comisión enfrentados a los socios principales, que son los sostenedores y motores de la Unión, porque no cumplen reglas que efectivamente no pueden cumplir.
Si se añaden las disputas acerca de la futura Constitución trufadas con los problemas de la ampliación inminente a 25 miembros, no parece un cuadro alentador para la puesta en práctica de soluciones a la crisis de crecimiento económico de los países destacados de la Unión. Y conviene no olvidar que cuanto más se retrase la salida a la crisis que atenaza a Francia, Alemania e Italia, no se podrá hablar seriamente del proyecto común europeo.
Sería deseable que todos aquellos que de verdad crean en las virtualidades de la UE se afanen en la causa común de coadyuvar a la solución de los problemas, flexibilizando políticas o poniendo en práctica iniciativas nuevas que, con realismo, permitan salir del atolladero, so pena que se quiera mantener la ficción de unas políticas comunes que son todo menos eso.