Oligopolios y mercados
La auditoría y la evaluación crediticia constituyen dos sectores sujetos a escasa competencia. Los autores sostienen que ambos servicios tienen barreras de entrada tan altas que es casi imposible que surja un nuevo proveedor de ámbito global a medio plazo
Existen en el mundo alrededor de dos centenares de mercados financieros reconocidos como tales. Tanto individual como colectivamente constituyen una de las piezas esenciales del sistema económico mundial, proporcionando un ámbito eficiente de formación de precios y transmisión de información. Allí es donde acuden empresas y ahorradores, las unas en busca de la financiación que les permitan acometer sus proyectos de expansión a largo plazo, y los otros con la intención de rentabilizarlos.
Su funcionamiento se asienta sobre dos pilares básicos, confianza y transparencia. Los ahorradores han de poder formarse una idea precisa sobre el estado de una empresa a través de las auditorías que realizan las firmas especializadas, los cuidadosos procesos de due diligence que llevan a cabo despachos jurídicos y bancos de inversión y por los ratings que otorgan las agencias de calificación crediticia. Si cada uno desempeña su trabajo con independencia y profesionalidad, quienes participan en el día a día de los mercados dispondrán de información suficiente para tomar decisiones fundadas respecto a qué títulos comprar y cuáles no.
Auditoras y agencias de calificación han de revisar con carácter urgente sus procedimien-tos internos y fijarlos en consonancia con el estatus de privilegio del que gozan
No obstante, los acontecimientos de los últimos meses parecen poner de manifiesto que esta segregación de roles no acaba de funcionar correctamente, afectando incluso a la labor de auditores y agencias de rating. Errores tremendos llevaron a la desaparición de Arthur Andersen, paradigma de la industria contable. El pobre desempeño de las agencias de rating para predecir quiebras o sensibles deterioros de la capacidad para atender sus compromisos por parte de la mayoría de empresas envueltas en los recientes escándalos es evidente.
En el caso Parmalat, la única agencia que lo calificaba no advirtió de ningún riesgo especial en el pago de su deuda hasta el 9 de diciembre pasado, solo 10 días antes de su colapso definitivo. Este escaso margen de anticipación no constituye un hecho aislado. Dos agencias reiteraron las calificaciones de máxima solvencia a Orange County en diciembre de 1994. Un par de semanas después el organismo público gestionado por el pintoresco Robert Citron presentaba su quiebra. En 1997, los múltiples problemas de las economías del este de Asia fueron detectados cuando lo irremediable había sucedido. Los casos Enron, Dynegy, Worlcom, etcétera, ilustran situaciones similares.
Desde principios de los setenta los organismos reguladores en casi todo el mundo vinculan mejor calidad crediticia con un mejor tratamiento legislativo. La escala de calificación va desde AAA hasta D, siendo BBB una línea divisoria importantísima, que marca el llamado investment grade. Es usual que ciertos fondos de inversión no puedan invertir en títulos con rating por debajo de BBB o que los coeficientes que han de satisfacer algunas aseguradoras tengan ponderaciones diferentes según la calificación de los activos que adquieran.
Los excelentes ratings del condado de Orange eran una fuente de confianza tanto para sus habitantes como para los inversores que adquirían sus bonos. Grandes gestores de activos, como Alliance Capital, Franklin Advisors o Putnam Management, compraron cantidades muy sustanciales de bonos del County para sus fondos de bajo riesgo. Las reducciones de ratings llegaron demasiado tarde. Poco podían hacer ya. Como se preguntaba uno de los altos ejecutivos de Van Kampen Merritt, 'si las agencias de calificación no son capaces de evaluar a uno de los mayores condados de EE UU, ¿para qué sirven las calificaciones que otorgan?'.
La Comisión Europea, por su parte, está estudiando una serie de reformas para mejorar prácticas contables, auditoría y gobierno corporativo. Entre otras, las medidas contemplan la responsabilidad del auditor por las cuentas consolidadas del grupo empresarial -no lo era en Parmalat-, rotación de la firma auditora cada siete años, extensión de los comités de auditoría independientes a todas las empresas que cotizan en Bolsa y la exigencia de responsabilidad colectiva de todos los miembros del consejo de administración respecto a las cuentas.
La necesidad y urgencia de una iniciativa de esta naturaleza es evidente. Sin embargo, algunas disposiciones como la obligada rotación de auditores ha demostrado su escasa efectividad en el caso italiano -es un requisito legal desde hace tiempo- o en EE UU, donde se pudo establecer cierta correlación entre cambios de revisor y fraudes contables.
Dos elementos sí parecen, en cambio, muy relevantes: por una parte, regular claramente el proceso de elección del auditor por el comité de auditoría independiente; por otra, las compañías auditoras han de limitarse exclusivamente a la revisión de cuentas, no prestando ningún tipo de servicio adicional que pueda poner en riesgo su independencia.
Auditoría y evaluación crediticia constituyen sectores sujetos a relativamente poca competencia. La caída de Andersen solo consiguió hacer más valiosa la franquicia de las cuatro firmas restantes. En el caso de las agencias de rating, sólo tres cuentan con aprobación reguladora en EE UU. Desde una perspectiva estratégica, la prestación de ambos servicios tienen unas barreras de entrada tan grandes que es casi imposible que surja un nuevo proveedor alternativo de ámbito global a corto/medio plazo.
Altísimos niveles de calidad y ética irreprochable son el mínimo aceptable para un oligopolio de estas características, cuya importancia para el desarrollo de los mercados es superlativa. Con carácter urgente, ambos colectivos han de revisar sus procedimientos internos y estándares profesionales, fijándolos en consonancia con el estatus de privilegio del que gozan.