_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La buena reputación

La suspensión de hecho del Pacto de estabilidad y Crecimiento (PEC), que algunos llaman ruptura, no es el fin del mundo. Por el contrario, puede ser la ocasión de un diseño más aquilatado del pacto que convierta sus prescripciones en económicamente racionales y políticamente creíbles. Porque hasta ahora no lo eran del todo.

Hace muy bien el comisario Solbes al defender el cumplimiento de las obligaciones derivadas del Tratado de la Unión, la igualdad de trato de todos los países y el papel de la Comisión en el seno de la unión económica y monetaria (UEM). Los tratados están para ser cumplidos por todos y no sólo cuando a uno le convenga. Y los procedimientos establecidos para la reforma de las normas han de ser igualmente respetados. Nada puede objetarse a tan razonables reglas de buen comportamiento ante la ley ni a algunas de las reacciones suscitadas por las recientes decisiones del Ecofin, a instancias de Francia y Alemania.

El problema estriba en que, como ha sido señalado desde su propio nacimiento, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento está mal diseñado desde el punto de vista económico y su cumplimiento formal no asegura el logro de los plausibles objetivos que lo inspiran. Mientras las circunstancias económicas favorables lo ocultaban, sus problemas de diseño parecían no existir. Al empeorar aquéllas ha salido a la luz toda su carga de incongruencia.

En una unión monetaria en la que los países que la integran encomiendan la política monetaria única a una institución común, el Banco Central Europeo, pero mantienen lo sustancial de la política presupuestaria en manos nacionales, han de existir reglas de conducta compartidas que afiancen la efectividad de la política monetaria común e impidan que el esfuerzo de unos países se vea compensado por la laxitud de otros. En las diferentes condiciones económicas de unos y otros países de la UEM, eso significa un margen de flexibilidad para hacer frente mediante instrumentos de política económica nacional a las peculiaridades específicas del ciclo económico. Sin que ello pueda comprometer el funcionamiento consistente de una zona monetaria, cada vez más sincronizada coyunturalmente, pero que dista de ser óptima desde el punto de vista técnico. Esa es la finalidad del PEC, establecido en el art. 104 C del Tratado de la Unión Europea y reiterado en el art. III-76 del proyecto de tratado por el que se instituye una Constitución para Europa, preparado por la reciente Convención europea.

Ahora bien, una cosa es la inspiración del PEC y otra muy distinta su específica instrumentación. Frente a la burda simplificación de nuestro Gobierno, que identifica estabilidad presupuestaria con déficit cero anual como suprema expresión de virtud en materia de finanzas públicas, la estabilidad presupuestaria no tiene sentido económico si no se computa a lo largo del ciclo, esto es, de las fases de expansión y recesión que, en conjunto, debieran arrojar un resultado próximo al equilibrio. Pero, además, junto al déficit anual importa saber la magnitud del endeudamiento público de un país, como expresión de la sostenibilidad de sus finanzas públicas, de la presión inflacionista ejercida sobre la política monetaria del BCE y de la capacidad del país para hacer frente a sus obligaciones futuras (por ejemplo, el envejecimiento de la población). A esos efectos conviene separar la situación de Irlanda, con un 33% de deuda sobre PIB, de la de España (52,5%), Francia (61,7%) o Alemania (62,7%), y de la de Bélgica con el 103%, o de Italia, con el 106%. Lo que hace absurda la aplicación de la misma regla de déficit excesivo a todos los países, con independencia de su situación de endeudamiento. Y, por último, es obvio que lo importante no es el déficit nominal, sino el estructural, es decir el déficit ajustado por la situación cíclica. La superación del 3% nominal en una seria desaceleración como la conocida por Alemania no parece que debiera llevar a la exigencia de aumentar impuestos o reducir el gasto, al precio de retrasar todavía más la salida de la situación.

El fracaso y el incumplimiento denunciados debieran servir para asentar la estabilidad presupuestaria sobre sensatos fundamentos económicos y políticos, no sobre un voluntarismo de vida efímera. Una ocasión para labrarse una buena reputación.

Profesor de Economía de la Universidad Carlos III

Archivado En

_
_