Entre Cancún y Kioto
En su reciente artículo, ¿qué hacer tras la reunión de Cancún?, publicado en estas mismas páginas el pasado lunes, el comisario europeo Pascal Lamy no aclara mucho su respuesta a ese interrogante. Después de reconocer que la Organización Mundial del Comercio (OMC) está, si no muerta, al menos muy grave, se limita a proponer análisis y debates, con voluntad de diálogo, pero sin precipitación, esperando que los demás hagan lo mismo.
No es mucho, pero es difícil avanzar más porque lo ocurrido en Cancún se presta a múltiples interpretaciones. Para Lamy fue una gran ocasión perdida para la gobernanza y el progreso económico mundial, las ONG están exultantes; los países ricos, tristes; los más pobres, desconcertados, y para el Nobel Joseph Stiglitz, una victoria de la democracia.
Pero todos son conscientes de que Cancún ha sido el escenario de la firme voluntad de los países del sur de pesar en la escena internacional. Y ni EE UU ni la UE lo habían visto venir. Sus intentos de descalificar al G-21, liderado por Brasil, presentándolo como una coalición del no, que no tenía nada que proponer porque era una alianza de países con intereses divergentes, no sirvieron de nada. El impacto del fracaso de Cancún sobre el crecimiento económico mundial es discutible, pero la debilidad de la OMC, a la que el propio Lamy calificaba de 'organización medieval', es incuestionable. ¿Qué hacer con ella? Es difícil confiar en acuerdos por unanimidad de los 148 países que la componen. La diversidad de sus miembros, tanto por su talla y riqueza como sus expectativas frente a la liberalización comercial, lo hace prácticamente imposible.
Reformarla es también muy difícil. ¿Qué reglas de decisión concebir cuando se ve lo difícil que resulta en la UE, con sólo 25 países y mucho más homogéneos, aplicar una mayoría cualificada que evite la parálisis? ¿Qué criterios seguir para ponderar el voto de cada país cuando casi la mitad de la población más pobre del planeta pesa tanto como el Benelux en el comercio mundial?
La UE dice mantener su voluntad de construir un sistema robusto de regulación multilateral del comercio, pero EE UU no añorará estas grandes misas del multilateralismo. No han ocultado que van a dedicarse a los acuerdos bilaterales con los países que quieran hacerlo, aunque el fracaso de Cancún signifique que su proyecto de zona de libre cambio de las Américas, de Alaska a Patagonia, no verá la luz en los plazos previstos.
Pero la desaparición, o inoperancia, de la OMC no sería buena noticia para los países pobres. Sin ella su fuerza de negociación sería mucho más débil y la ley de la jungla, la única regulación del comercio mundial. No hay que olvidar que una tercera parte del comercio mundial, y casi la mitad de las importaciones de EE UU, se realiza entre filiales de las multinacionales a precios no regulados por el mercado, sino por las estrategias de optimización fiscal.
Para volver a poner la OMC en marcha, habrá que resolver prioritariamente el problema agrícola. EE UU y la UE dedican a subvenciones agrícolas seis veces más que a ayudar al desarrollo y es un obstáculo insalvable para cualquier intento de reanudar negociaciones que sólo pueden contribuir a salvar las opiniones públicas de los países ricos. A Cancún hay que sumarle Kioto para completar la larga lista de los fracasos del multilateralismo. Putin ha retrasado sine die la ratificación rusa del protocolo firmado en 1997, que para entrar en vigor necesita que lo ratifiquen países que representan el 55% de las emisiones de gases con efecto invernadero.
Se alía así con la posición de George Bush en contra de la UE. Sobre Europa recae de nuevo la responsabilidad de mantener vivo un acuerdo que, a pesar de todos sus defectos, es la única respuesta coordinada que la humanidad ha sido capaz de producir para hacer frente a los problemas ecológicos del siglo XXI. Para hacerlo deberá comprometer no sólo su acción diplomática, sino su ejemplo en la aplicación de políticas que reduzcan el consumo energético y fomenten la producción de energías renovables.
Como en el ámbito del comercio mundial, ello exige alterar no pocos de nuestros hábitos y equilibrios sociales. ¿Nos dará la Europa ampliada más fuerza para hacerlo? Esta es una de las muchas cuestiones pertinentes para la reflexión a que Lamy nos invita.