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Tribuna
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Transferencia de responsabilidad

La economía de mercado se basa en unas reglas del juego claras y rigurosas que en cada caso deben garantizar los poderes públicos. No hay nada peor para el correcto funcionamiento del sistema que la inseguridad jurídica en la que puedan incurrir los agentes económicos si están sometidos a un continuo vaivén de normas en permanente cambio, o que establezcan nuevas y desconocidas obligaciones.

Viene esta reflexión al hilo de, al menos, dos episodios de modificaciones legislativas que se anuncian en las últimas semanas y que afectan a multitud de sectores empresariales, incurriendo tanto en ese vicio del continuo cambio de las reglas del juego como en otro muy habitual que es acabar perjudicando a quienes se pretende defender.

Estos dos casos tienen como denominador común transferir responsabilidades a aquellos que no les corresponde: el primero modifica la Ley General Tributaria y convierte a las empresas contratistas en responsables fiscales de los incumplimientos en que puedan incurrir las empresas que subcontraten. La segunda afecta a todo tipo de entidades de financiación y también las hace responsables subsidiarias del buen funcionamiento de los bienes y servicios que hayan financiado. Esta última modificación se plasmará en la Ley de Acompañamiento a los Presupuestos Generales del Estado.

En cuanto a la primera, se trata de una norma que, además de adolecer de numerosas imprecisiones y defectos técnicos, establece un supuesto de responsabilidad fiscal sin necesidad de que se pruebe ninguna cooperación o connivencia entre los empresarios afectados (el contratista y el subcontratista). Ello atenta contra los principios constitucionales, que impiden que alguien pueda ser responsabilizado de las deudas de otro sin haber realizado conducta alguna que lo justifique.

Detrás de esta transferencia de responsabilidad fiscal lo único que late es el deseo de la Administración tributaria de asegurar su recaudación y si no es posible obtener ésta del sujeto pasivo obligado, hacerlo de algún otro que se encuentre más a mano.

El segundo de los casos mencionados es todavía más espectacular, porque además de representar una transferencia de responsabilidad a aquellos que no deben tenerla, es un ejemplo palmario de cómo se puede perjudicar al colectivo que se pretende beneficiar, en este caso los consumidores. Veámoslo:

Según adenda introducida en el último Consejo de Ministros a la Ley de Acompañamiento a los Presupuestos Generales del Estado, en el futuro las entidades que financien la compra de un bien o servicio serán responsables subsidiarias de su prestación efectiva o de su buen funcionamiento. Esta medida, que se quiere justificar para evitar en lo sucesivo otros casos como el de Opening, significa ni más ni menos que un banco, caja o financiera dejarán de cobrar los recibos si el coche, la moto, el electrodoméstico, el viaje turístico o cualquier otro servicio que sea objeto de financiación no resulta a gusto del cliente.

Es de todo punto evidente que esa responsabilidad debería estar circunscrita al fabricante o, en su caso, al comercializador del servicio, pero no a la entidad que lo financia, a no ser que, como ya se recoge en la legislación actual, la vinculación entre vendedor y financiador sea directa y exclusiva.

Sin embargo, me gustaría fijarme en otra circunstancia, y es que ni siquiera el consumidor se verá beneficiado de esta injusticia: a partir de esta norma (si ve la luz finalmente), las entidades financieras reducirán la gama y variedad de los productos y servicios que financian, encarecerán sus costes para hacer frente a esa exigencia de responsabilidad, harán más lentos y difíciles los trámites para adquirir productos financiados y en algunos casos (como por ejemplo, servicios de prestación futura), simplemente los excluirán. Con todo ello, los primeros perjudicados serán los propios consumidores, y además los comerciantes y fabricantes que tienen su negocio en ofrecer financiación a la adquisición de los productos que venden.

He aquí cómo un bienintencionado pero equivocado propósito de protección puede acabar operando en contra de los pretendidos beneficiarios. En los años veinte, el general Primo de Rivera quiso salvaguardar la dignidad de los militares estableciendo que los salarios de éstos serían inembargables por deudas. Lo único que consiguió es que, al cabo de pocos meses, no hubiera banco o caja que les prestase un solo céntimo. Todavía estamos en las mismas.

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