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Columna
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Reformas en el mercado de trabajo

A lo largo del verano se han venido sucediendo declaraciones de diversos sectores empresariales en las que, bien invocando la conveniencia de negociarla, bien apelando al Gobierno para que la ponga en práctica, se busca una nueva y profunda reforma del mercado de trabajo. No son originales estas demandas.

Forman parte de la liturgia patronal y empresarial; algo así como una especie de afirmación de identidad que hay que poner de manifiesto, más allá de que lo pretendido tenga o no viabilidad, al menos en el corto plazo. Pues esta claro que la reforma que reclaman es de imposible aceptación por los sindicatos y que tampoco es verosímil que, a menos de un año para las elecciones y tras la experiencia del famoso decretazo, el Gobierno se meta en libros de caballerías con medidas de alto coste social y político.

Constituiría una temeridad que por la conciencia de su inviabilidad en el corto plazo los sindicatos minimizaran los riesgos de estas presiones patronales. Pues la experiencia demuestra que desde la promulgación del Estatuto de los Trabajadores para acá, todas las reformas realizadas han estado escoradas a las demandas empresariales. Así ocurrió con la de 1984, punto de referencia de la brutal multiplicación posterior de los contratos de trabajo eventuales y precarios. Así fue con la de 1994, tan negativa como para permitir que, tres años más tarde, sindicatos y patronal pudieran corregir por acuerdo alguno de sus excesos. Y así fue con la contrarreforma del contrato a tiempo parcial, pese a la cual España sigue muy alejada del promedio europeo en su uso. Que frente a estas reformas se entreveraran algunos retoques parciales en positivo, no modifica esa doble tendencia de que las reformas lo han sido a peor para los trabajadores y que los Gobiernos han tendido a secundar las aspiraciones patronales.

Como en los casos precedentes, el meollo de lo que ahora se busca es aumentar más el poder de disposición de las empresas en el uso de la mano de obra y en abaratar el precio del trabajo.

Por empezar por alguno de los ejemplos que hay sobre el tapete, tenemos lo planteado por el sector del automóvil: menos salarios para los nuevos contratos, distribución libre de la jornada de trabajo, barra libre para las horas extraordinarias y, además, sin recargos, convenios de empresa, temporalidad sin penalización, etcétera. Lo curioso es que en cuanto a temporalidad el sector ya alcanza el 22%; que han tenido que ser los tribunales laborales quienes rechacen que para un mismo trabajo se paguen salarios muy diferentes; que la jornada se pacta y está ya bastante flexibilizada, y que en las grandes del ramo los convenios son de empresa. De lo que se infiere que lo pretendido es ir mucho más lejos.

En parecida dirección van las peticiones del señor Rosell, presidente de la patronal catalana. En su favor hay que decir que, al menos públicamente, pone el énfasis en que se aborde mediante la negociación bilateral con los sindicatos.

Otros, como los dirigentes del Círculo de Empresarios, fieles a su función de estandarte del pensamiento empresarial del siglo XIX, no ocultan su aspiración a poner patas arriba la regulación laboral en vigor. Joyas del discurso de su presidente son, por ejemplo, la de decir que 'la gente suele adormecerse en la situación de desempleo' o esa otra en la que afirma que como consecuencia de la 'lacra' del salario mínimo se esta impidiendo 'que se contrate a gente que estaría dispuesta a trabajar por menos del salario mínimo'.

De poco sirve que se repita que tenemos, con diferencia, uno de los salarios mínimos más bajos de la UE. O que sólo en las legislaturas del PP ha perdido más del 5% de su poder adquisitivo. Tampoco parece que vaya a desalentar a estos reformadores saber que en el coste bruto medio del trabajo en 2002, que incluye todos los conceptos, la parte correspondiente al coste de los despidos no llega al 1%.

Es sintomático que, a pesar de existir hace seis años una modalidad de contrato indefinido con un coste teórico máximo por despido 2,4 veces inferior al del contrato indefinido ordinario, las empresas siguen utilizando éste en proporciones cercanas a como lo hacían seis años atrás. En otras palabras, el coste del despido tiene importancia secundaria a la hora de explicar la mayor y verdadera lacra de nuestro mercado de trabajo, que no es otra que el abuso, a menudo fraudulento, de la contratación temporal.

Por supuesto que hay que hacer reformas. Pero para mejorar la calidad del trabajo y el empleo. Porque lo que se ventila es si España va a apostar en serio por desarrollar un tejido productivo que permita competir con productos de alto valor añadido, o va a seguir favoreciendo una política de bajos costes salariales y precariedad laboral, de futuro más que incierto. De momento habrá que poner en guardia a los trabajadores ante lo que podría venírseles encima si las reformas van en esta dirección.

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