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Columna
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'Blackout'

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay afirma que la responsabilidad de los apagones sufridos en EE UU y Canadá recae en el sector público. Considera que lo ocurrido responde a una confianza irracional en el mercado

Unos 6.000 millones de dólares es el importe estimado de las pérdidas producidas en Estados Unidos y Canadá por el apagón simultáneo experimentado en las redes eléctricas que alimentan la costa este de ambos países. Como era previsible, tras la reanudación del fluido eléctrico y el recuento de los daños y las víctimas -por fortuna muy escasas-, las autoridades han formulado el firme propósito de que nunca más volverá a repetirse semejante experiencia.

Es de lamentar, sin embargo, que no existe otra garantía del cumplimiento de tan loables propósitos que la intensidad de las emociones vividas estos días y la notoriedad pública del acontecimiento. La plausible presunción de que restaurada la iluminación, el aire acondicionado, los transportes y las comunicaciones los sentimientos, incluso los más intensos, resultarán efímeros y que las noticias de primera página serán ocupadas por otros sucesos más actuales, aconsejan no ser optimistas sobre las acciones que hayan de ponerse en práctica para remediar las causas de tan sorprendente apagón en el país más poderoso de la Tierra.

A reserva de lo que concluya la investigación en marcha, sabemos de antemano que no se trata de un problema determinado por la insuficiencia del conocimiento técnico o por la incertidumbre tecnológica. Hay ocasiones en que las tecnologías, sobre todo las recientes, presentan aspectos no suficientemente dominados por el hombre. Se producen así accidentes, situaciones no previstas, que habitualmente sirven para avanzar en el dominio de la técnica, como ha ocurrido en la carrera espacial, en la aeronáutica, o en otros campos científico técnicos.

La respuesta a por qué se produjo el apagón en Estados Unidos y Canadá no está en el diseño industrial, sino en el diseño institucional

En el transporte de electricidad, sin embargo, sabemos bastante más de lo imprescindible para prever las circunstancias en que un sistema entero corre el riesgo de venirse abajo. Y no parece, tampoco, que los técnicos americanos y canadienses fueran ignorantes de las limitaciones de los sistemas de redes que abastecían a más de 40 millones de personas. ¿Por qué se produce, entonces, semejante apagón? La respuesta no está en el conocimiento técnico, sino en el diseño institucional. ¿Qué instituciones tenían encomendada la seguridad del sistema y cuáles eran los incentivos a los que respondían y la responsabilidad que les era exigible?

Muy bien pudiera ocurrir que los encargados de velar por la seguridad no pudieran hacer otra cosa que pasar sus informes a quienes tenían la responsabilidad de tomar las decisiones. En el caso de las empresas eléctricas, tras el enorme alcance de los procesos de desregulación, ha sido frecuente que carezcan de otros incentivos para su comportamiento que no sean los orientados a maximizar sus ganancias a corto plazo sin consideración a circunstancias de mayor plazo o, mucho menos, a cuestiones como la seguridad del suministro o la propia estabilidad del sistema.

Responsabilizar a las empresas de semejante comportamiento suele ser tan fácil como inútil, puesto que lo único que semejante proceder revela es la ignorancia de una de estas dos cosas o, con frecuencia, de ambas a la vez: que el sistema de incentivos no era el adecuado y/o que el sector público ha puesto en manos privadas responsabilidades públicas indeclinables. En cualquiera de los casos, la responsabilidad corresponde al sector público, por inadecuada acción o por inacción.

El mercado -lo hemos comprobado hasta la saciedad- es una institución extremadamente útil, sin la que no podemos imaginar siquiera una economía moderna. Muchas cosas que antes eran objeto de regulación detallada y de intervención pública minuciosa se producen hoy con ventaja por el libre juego de los agentes privados. Pero eso no equivale a pensar que el mercado -o los mercados- sean instituciones que puedan funcionar dondequiera y en cualquier circunstancia con resultados socialmente eficientes. La ya muy vieja doctrina de los fallos del mercado -como la de los fallos de la intervención- sigue teniendo la misma validez de antaño y prescribe más que ninguna otra cosa, como es sabido, un poco de mesura y algo de sentido común para no confundir, como por desgracia resulta tan frecuente, privatización con competencia, desregulación con eficiencia y crecimiento de los beneficios privados con mejora del bienestar social. Sobre todo, nos alerta sobre la relevancia social que adquiere una buena regulación y, al tiempo, de las dificultades para producirla.

Ocurre, por desgracia, que los poderes públicos que dieron a luz la inadecuada regulación existente, que consideraron defendible el abandono al mercado de competencias públicas o, en última instancia, que prefirieron ahorrar en impuestos las inversiones en redes que ahora se revelan indispensables -unos 60.000 millones de dólares, según algunas estimaciones-, no lo hicieron sin razones. Es presumible que quisieran responder de este modo a las ideas prevalentes entre los electores y a una opinión pública educada en el optimismo tecnológico, la confianza irracional en las capacidades de un mercado sin límites y un elevado sesgo en contra de la intervención y el gasto público.

Es posible que del estupor ante el inmenso apagón sufrido en EE UU y Canadá pudiera seguirse una revisión más amplia de las convicciones extendidas entre la población en las décadas pasadas.

Si tal cosa ocurriera, sería un triunfo de la inteligencia social que la defensa del papel del mercado no permitiera el incondicional triunfo de los mercachifles, una especie tan abundante como peligrosa, siempre dispuesta a condenar a la pira del estatismo a quien levante la voz en favor del necesario papel regulador del sector público.

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