Reforma de las pensiones en la UE
José María Zufiaur advierte que las reformas de los sistemas de pensiones que se están llevando a cabo en la Unión Europea responden en realidad a una transferencia de prioridades desde la esfera pública a la privada
Detrás de los debates sobre la necesidad de reformar los sistemas públicos de pensiones, de gran actualidad en varios países europeos, no sólo hay razones objetivas indudables. También se esconde una profunda batalla ideológica contra los sistemas de pensiones denominados de reparto.
El Banco Mundial (BM) ha sido el que de manera más articulada ha liderado esta ofensiva. Su informe, Prevenir la crisis del envejecimiento: políticas para proteger a las personas mayores y promover el crecimiento, hecho público en 1994, se ha convertido en la Biblia de todos los neoliberales. Las recetas del BM van directa y explícitamente orientadas a incrementar los mercados financieros mediante las cotizaciones destinadas a financiar las pensiones. En el mencionado informe se preconiza organizar los sistemas de pensiones en tres pilares: un sistema público obligatorio de carácter mínimo, que tenga por finalidad principal reducir la pobreza de las personas mayores; un sistema de ahorro obligatorio, gestionado de forma privada; y un ahorro voluntario e individual, que terminaría siendo el elemento central del sistema.
La primera etapa de esa estrategia pasaría, en los actuales países europeos comunitarios, por 'aumentar la edad de jubilación, eliminar las ayudas a las prejubilaciones, comprimir la estructura de las pensiones, reducir las cotizaciones y ampliar su abanico (...)'. En una segunda etapa se trataría de reducir progresivamente el primer pilar, reorientando una parte de las cotizaciones y de las ganancias de productividad hacia el segundo pilar. O bien aumentar las cotizaciones, pero afectándolas al segundo pilar. No es difícil comprobar las coincidencias entre este discurso y las reformas en curso, aunque su aplicación sea diferente en cada país, como diferentes son los 'pilares' de la protección social (niveles asistenciales, contributivos o complementarios) en cada uno de ellos.
Las recetas del Banco Mundial hechas públicas en 1994 sobre envejecimiento de la población se han convertido en la Biblia de todos los neoliberales
Estas orientaciones del BM están convirtiéndose en hegemónicas en casi todo el mundo, salvo, hasta ahora, en Europa. Pero una vez logrado, incluso en los países europeos de la ampliación, el cambio o la implantación del sistema preconizado, da la impresión de que la ofensiva se centra en estos momentos en la vieja Europa. Se trataría de desnaturalizar el mal ejemplo europeo y tratar de revertir el modelo social alcanzado en Europa Occidental, especialmente tras la II Guerra Mundial, que implica un determinado pacto de distribución de la riqueza y de ejercicio de la ciudadanía social.
Las reformas de los sistemas de pensiones, anunciadas o ya llevadas a cabo en varios países europeos, se sitúan en el centro de esta confrontación entre dos modelos de sociedad. De un lado, el modelo social europeo, con sus principios de cohesión económica, social y territorial. De otro, el modelo de sociedad anglosajón, en el que el riesgo y la responsabilidad se trasladan al individuo, el papel del Estado es lo más reducido que sea posible y el del mercado el más amplio que se pueda. El modelo europeo pone el acento en la cohesión y en la participación de todos en la riqueza creada en la sociedad. El modelo anglosajón, por el contrario, limita el concepto de cohesión al aseguramiento de un nivel mínimo de subsistencia. Un enfoque, este último, que va ganando terreno en la Europa de los 15, en la que el discurso de la lucha contra la exclusión va sustituyendo al de la defensa del Estado de bienestar.
Poco parece importar si este discurso es unilateral y contradictorio: siempre se pone únicamente el acento en los gastos, se establecen comparaciones entre sistemas totalmente diferentes, nunca se habla de los riesgos o de los costes de los sistemas privados (en Irlanda, por ejemplo, los gastos que representan las ventajas fiscales otorgadas a los sistemas privados alcanzan el mismo nivel que los costes del sistema público), se preconizan el mismo tipo de reformas en países con modelos y niveles de desarrollo económico totalmente diferentes, se practican políticas económicas contradictorias con la salvaguarda financiera de los sistemas de protección social. Tampoco importa cuántas reformas sucesivas sean necesarias para ir acercándose al modelo perseguido. Lo que importa es el objetivo: las reformas no tienen por finalidad principal asegurar la viabilidad de los sistemas de protección social, sino reducirlos y privatizarlos.
Todo ello conlleva, y es lo esencial, una transferencia de prioridades desde la esfera pública y democrática a la esfera económica privada. Lo que implica serias consecuencias en el tema que nos ocupa: los ciudadanos pasan a tener menos influencia sobre las decisiones que les conciernen (suelen ser frecuentes los lamentos de los ultraliberales porque los políticos tengan que responder ante sus votantes); su participación en las riquezas generadas decrece; la estructura financiera de los sistemas de pensiones, que reposa en muchos de nuestros países en el reparto de costes entre trabajadores, empresas y aportaciones públicas, está siendo reemplazado progresivamente por sistemas financiados únicamente por los trabajadores; y se reduce el margen de acción de estos últimos, como consecuencia de que su participación en las decisiones se debilita y su situación económica se degrada, lo que disminuye, a su vez, su capacidad de presión y de resistencia.
No es, por tanto, ocioso preguntarse si esta oleada de reformas de los sistemas de pensiones no forma parte de una progresiva evolución -desde unas sociedades europeas caracterizadas por la cohesión económica y social y orientadas hacia el consenso social- hacia sociedades marcadas por una desigualdad creciente, una decreciente influencia de los grupos sociales en las decisiones y un mayor riesgo de conflicto social.