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Columna
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Estados Unidos, problemas internos

Las dificultades que está encontrando EE UU en Irak están provocando el desasosiego entre la población de aquel país. Carlos Solchaga cree que el nuevo clima de incertidumbre podría retrasar la recuperación

La eliminación en Mosul por parte de las fuerzas de ocupación norteamericanas en Irak de los dos hijos del dictador Sadam Husein tuvo un efecto inesperado: el índice Dow Jones en Wall Street se dio la vuelta y acabó apuntándose una ganancia de 0,6 puntos, mientras que el precio del barril de petróleo caía un 6% al mismo tiempo. Por otra parte, la lectura que hacía la prensa internacional de la operación militar en Mosul era que suponía un importante alivio para la situación política del presidente George W. Bush, que se está viendo crecientemente acosado por el uso de pruebas falsas sobre el supuesto desarrollo nuclear en Irak con el fin de justificar la guerra. ¿Tienen todos estos acontecimientos alguna conexión lógica?

Seguramente sí, pero es desalentador imaginarlo. Desalentador respecto de las posibilidades de recuperación de la economía norteamericana y, por consiguiente, de la economía mundial. El presidente Bush y su equipo de colaboradores con toda probabilidad han mentido al Parlamento y a la opinión pública de Estados Unidos y cada día que pasa se pone más de manifiesto que abusaron de la confianza de los ciudadanos norteamericanos y de sus representantes para llevar a cabo su propósito, que no era otro que ocupar el mar de petróleo que es Irak. He dicho bien: ocupar Irak, al menos eso es lo que he creído siempre. Un objetivo inferior a éste hubiera sido la eliminación del régimen de Sadam Husein tratando de influir luego de manera significativa en la creación de un régimen más próximo a Washington. Lo que no podía ser un objetivo era el declarado oficialmente: que Husein se desarmara totalmente y continuara en el poder como, de manera mucho más limitada, se proponía la ONU, porque ello no permitía al Gobierno de Estados Unidos ocupar la posición central tanto en Oriente Próximo como en el mercado del petróleo que ahora tiene y, si continúa la actual Administración Bush, va a seguir teniendo por muchos años.

El primer ministro Blair y el presidente del Gobierno Aznar con toda probabilidad conocían el designio final de la operación y hasta es posible que les pareciera un giro estratégico espectacular en el que se encontraban dichosos de participar. Después de todo, las armas de destrucción masiva habían existido y era probable que continuaran existiendo y Sadam Husein era un dictador sangriento cuya desaparición solo podía ser bien acogida. Pero esto significaba el respaldo a una guerra imperialista con motivos falseados. Blair está afrontando la responsabilidad ante el Parlamento y la opinión pública que puede derivarse de esto . Aznar, hoy por hoy, la sigue evadiendo.

Pero quien no lo va a poder evadir fácilmente va a ser el presidente de Estados Unidos, donde la fabricación de pruebas falsas va saliendo cada vez con más fuerza a la luz en un ambiente de creciente desasosiego ciudadano ante la constatación de la aparición, ya reconocida, de la guerra de guerrillas en Irak y las dificultades crecientes de la administración de la posguerra en aquel país.

En Estados Unidos un presidente no miente en vano (cosa que podría llegar a ocurrir en España) y menos en temas de esta naturaleza. La cuestión es que los ciudadanos norteamericanos tienen en la memoria lo que representó el largo proceso de desmentidos y dimisiones interpuestas para evitar responsabilidades a Nixon en la época del Watergate. Recuerdan el deterioro del funcionamiento del Gobierno y de la calidad de las políticas públicas que supuso tener a media Administración norteamericana dedicada a defender a un presidente acosado por la opinión pública y lo asocian a la crisis económica que se desató por el mismo tiempo como consecuencia de los desequilibrios fiscales y monetarios que había producido la guerra de Vietnam, a los que se añadió el shock de la subida de los precios del petróleo con la guerra árabe-israelí en el otoño de 1973. Y esto es un panorama aterrador cuando consideran que podría volver a repetirse, aunque con otros ingredientes, con el presidente Bush.

Todo ello está generando, junto con la angustia del estrecho margen de maniobra de que disponen tanto la política monetaria como la política fiscal en Estados Unidos, un nuevo clima de incertidumbre que podría, contra la opinión reciente de la mayoría de los expertos económicos, retrasar e incluso inhibir la ansiada recuperación económica. Eso es lo que hace el panorama tan desalentador. Porque sería bueno que la opinión pública y las urnas sancionaran el aventurerismo político de la actual Administración USA. Pero quizá el coste sería más recesión económica.

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