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Columna
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El pago de los ladrillos rotos

Lo peor, quizá, de la maraña que envuelve el tema inmobiliario sean las insalvables limitaciones que van a encontrar quienes pretendan desembrollarla. Lo ocurrido en Madrid, con el transfuguismo de dos diputados del PSOE y sus presuntas conexiones con constructoras inmobiliarias, es un buen ejemplo de las consecuencias que tiene el mero propósito, mostrado en este caso por una coalición de izquierdas, de revisar recalificaciones de terrenos y construir viviendas sociales. Además sirve para anticipar los males que se pueden derivar cuando, de la vaguedad de los programas electorales, se pase a la toma de decisiones.

Cualquier medida tendente a racionalizar el mercado de la vivienda, y en especial la que pretenda aumentar radicalmente la oferta de viviendas a precios razonables, puede desencadenar problemas económicos de envergadura que, para colmo, no se achacarán a quienes han enmarañado la situación en beneficio propio, sino que serán reprochados a quienes intenten poner orden en algo que, según todos los indicios, no se puede seguir manteniendo.

En España hay, según el censo de población y viviendas de 1991, 20,8 millones de viviendas, con lo que cada familia toca a 1,5 por término medio. Pero de ese total de viviendas están vacías 2,9 millones, lo que no es inconveniente para que anualmente se estén construyendo más de medio millón y en el presente ejercicio pueda alcanzarse la insólita cifra de 600.000 viviendas construidas.

El descomunal parque de viviendas que se está generando no parece que pueda encontrar una demanda suficiente. Los tamaños medios familiares ya están en cifras difíciles de reducir, las generaciones que alcanzan edades de emancipación no llegan a los 700.000 efectivos y la inmigración, que se hacina en viviendas e incluso en infraviviendas, no parece que pueda llenar el vacío entre oferta y demanda.

El esfuerzo financiero a que se ven sometidos los ciudadanos por disfrutar del derecho, fijado en el artículo 47 de la Constitución, a disfrutar de una vivienda digna y adecuada es desproporcionado. Las familias españolas tienen contraídos préstamos hipotecarios por un importe de 224.408 millones de euros, según datos del Banco de España correspondientes al primer trimestre de 2003, cifra equivalente a la tercera parte del PIB. Y estos préstamos van destinados a la adquisición de viviendas que en los últimos cinco años han subido sus precios un 88%. Esta carga lleva a que, según la encuesta de presupuestos familiares, ya sean un 55% los hogares con dificultades para llegar a fin de mes, cuestión fácil de entender si se tiene en cuenta que los pagos por la adquisición de una vivienda suponen más de la mitad del salario bruto, y ello durante el nada desdeñable plazo de 20 años o más sobre el que se suelen extender los préstamos hipotecarios.

Si a esto se añaden otros ingredientes como el crecimiento récord que siguen registrando los préstamos hipotecarios, la injustificable sobrevaloración de las viviendas y otras circunstancias -entre las que cabe destacar el hecho de que los jóvenes menores de 30 años, principales compradores de vivienda, tengan contrato temporal en el 51,2% de las ocasiones, muy por encima del ya alto 30,3% de asalariados con empleo precario- se comprende la preocupación por las bajadas de precios, los impagos de préstamos, la estabilidad del sistema financiero y, en resumen, el desencadenamiento de una crisis de considerables proporciones.

Si desgraciadamente llega esta crisis habrá que volver la vista hacia quienes han contribuido a generar la situación desde el poder público incumpliendo el mandato constitucional del citado artículo 47 de regular el suelo para impedir la especulación y hacer revertir a la sociedad las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos y, desde el sector inmobiliario, sumergiendo parte de su actividad sumándose al negocio especulativo contribuyendo por IVA, sociedades, renta, etcétera de un modo que sería digno de conocer y, para colmo, generando un tipo de empleo en el que nada menos que el 56% de los asalariados tienen contrato temporal lo que, llegado el caso, facilitará que muchos de estos trabajadores de la construcción sean, junto con otros colectivos inocentes, quienes acaben pagando los ladrillos rotos.

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