Es la hora de los augures
Anselmo Calleja analiza el papel que juega la economía española en un entorno internacional deflacionista. El autor advierte sobre los peligros que acechan a causa de unos desequilibrios que aún están por resolver
El intento de vaticinar lo que depara el futuro para tener una base en la toma de decisiones es tan antiguo como el tiempo, pero el futuro es inherentemente incierto, particularmente hoy en la economía mundial, donde pocas veces en el pasado las incertidumbres han sido tan variadas, numerosas e importantes.
Es cierto que los grandes modelos econométricos se han ido refinando y han alcanzado un elevado grado de sofisticación, pero no lo es menos que las previsiones de crecimiento económico hechas en estos últimos años por los distintos organismos económicos internacionales y los distintos países han sido puntualmente desmentidas por los hechos.
El ejemplo más reciente son los análisis de la economía mundial y europea que hace poco publicaba la OCDE (pero lo mismo se podría decir de los realizados por el FMI o por la Comisión Europea) revisando a la baja las anteriores, y relativamente próximas, previsiones de crecimiento para 2003, retrasando una vez más la recuperación para la segunda parte del año.
Los efectos nocivos de la inflación sobre la competitividad acabarán saliendo a la luz y pueden ser letales si la economía española termina siendo una isla en un mundo en deflación
Se repite así lo que se ha venido haciendo desde que la economía norteamericana entró en recesión en 2001 arrastrando en su estela las del Viejo Mundo: continuamente se teme lo peor, pero al igual que el ínclito Mr. Micawber, de Dickens, en situación crítica se espera que algo ocurra que saque las economías de su postración.
Ante la probada incapacidad de los modelos de previsión sólo queda imitar a los augures que, como es sabido, tenían en la antigua Roma la misión de observar e interpretar los signos enviados por los dioses, lo que en las actuales circunstancias equivaldría a ver cuáles pueden ser los efectos del cúmulo de incertidumbres que se abaten sobre las economías.
A estas dificultades se añade que el estancamiento de la economía mundial presenta una forma nueva por los fuertes contrastes en la evolución de los ritmos de crecimiento. Para EE UU fue de sólo el 1,5% anual desde 2000 frente al 4% en promedio en los cinco años anteriores, mientras la UE tenía en estos dos periodos tasas que no llegan al 1% y superan el 2,5%, respectivamente. Japón, pionero en esta nueva forma de estancamiento, crecía en los ochenta a casi el 4% anual, pero el estallido de las burbujas bursátil e inmobiliaria llevó la economía a un largo periodo de estancamiento primero y de deflación después que todavía dura.
A los augures les toca ahora decir si este proceso deflacionista se puede extender a otras economías y los síntomas más preocupantes son los que presenta Alemania. Se asemeja al Japón con un sector bancario en crisis y un estancamiento de la economía en 2002 que entraba en franca recesión en 2003, mientras el aumento de los precios en estos últimos meses apenas superaba el 1% anual.
Pero el espectro de la deflación también parece sobrevolar el otro lado del Atlántico, pues por vez primera en su historia la Reserva Federal acaba de hacer una puesta en guardia al respecto y motivos no le faltan.
En los últimos seis meses la inflación subyacente ha evolucionado a un ritmo anual inferior al 1%, el más bajo en 48 años, pero más significativo es que el tipo de los bonos decenales del Tesoro haya caído al 3,5%, el más bajo en 45 años y que la economía no arranque a pesar de los fuertes estímulos monetarios y fiscales.
Hasta ahora la economía española se ha salvado del estancamiento que sufren sus socios comunitarios más importantes, a pesar del elevado grado de sincronía cíclica de España con la zona. Este desfase se debe fundamentalmente a la construcción que, sin embargo, viene perdiendo progresivamente mucho de su vigor.
No se ve qué componente de la demanda podría, por el contrario, proporcionar un estímulo a la economía. No lo hará la inversión productiva cuando hay tanta capacidad inutilizada, ni el gasto de las familias dado su elevado y creciente endeudamiento. Por eso es altamente probable que a lo largo del año se produzca la sincronía coyuntural con los países de la UE y la economía española les acompañe en lo que va a ser la travesía del desierto de 2003.
La cuestión es saber si llegada el próximo año la tantas veces vaticinada recuperación, la economía de la UE remonta finalmente el vuelo y la española puede seguirla e incluso, como es su obligación, volar más alto. Y las expectativas al respecto son poco halagüeñas, pues en estos últimos años han reaparecido los viejos achaques que tanto habían frenado su marcha en el pasado.
La tasa de inflación, que tras Maastricht y contrariamente a la experiencia del pasado había caído por debajo de la del avance de la economía, ha vuelto a las andadas en estos últimos años. Supera de nuevo ampliamente el ritmo de crecimiento económico y continúa invariablemente por encima de la de sus socios comunitarios. Este desequilibrio interno siempre ha llevado a severas medidas de ajuste antes de la entrada del euro, pero hoy, con la desaparición del vínculo externo se deja que el virus de la inflación campe por sus respetos en el cuerpo de la economía. Pero sus efectos nocivos sobre la competitividad acabarán saliendo inexorablemente a la luz y podrían ser letales si la economía española termina siendo una isla de inflación relativa en un mundo que camina hacia la deflación.
Por eso, dado que el crecimiento hay que merecerlo, el buen sentido aconseja que antes de cumplir las ambiciosas promesas hechas por unos y otros en los recientes comicios y las que si cabe se hagan en las elecciones generales, se acometan decididamente las reformas que exaltan los efectos positivos de la competencia y de la libertad económica y poder así aplicar parte del mayor crecimiento a mejorar la suerte de los rezagados en la carrera económica.