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Columna
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La incógnita de la participación el 25-M

Los partidos políticos saben, como no podía por ser menos, que su éxito electoral depende de que ejercite el derecho al voto todo su electorado potencial y, si ello es posible, que deje de movilizarse buena parte de la base electoral de los partidos contrarios.

También saben, como quien se asome a cualquiera de los múltiples trabajos que analizan la abstención bajo aspectos políticos, psicológicos y sociológicos, que las claves para una amplia participación están en la movilización de los jóvenes (los menores de 25 años tienen una probabilidad de abstenerse cuatro o cinco veces superior que los mayores de 65 años), en la relevancia que los electores den a la consulta electoral para su propio futuro y en otros aspectos, como el grado de competitividad entre los partidos rivales y la incertidumbre sobre el ganador.

Un repaso a los mensajes que están protagonizando la presente campaña electoral muestra una estrategia de movilización del electorado potencial en línea con estas claves para incrementar la participación.

Así, se incita a los jóvenes a mantener en las urnas la actuación que han tenido en las protestas contra la guerra, se asusta a los viejos con el peligro que corren sus pensiones o su asistencia ante problemas de discapacidad, se asigna a estas elecciones, como si tuvieran carácter de elecciones generales, una relevancia tal que parezca que están en juego la unidad de la patria o la paz y, para seguir el guión hasta el final, es raro escuchar que algún candidato se muestre optimista ante el resultado, que tienden a presentar tan incierto como para que no se pueda perder uno solo de los votos posibles.

Esta pugna por movilizar electores potenciales podría resultar divertida si no fuera porque la participación en la vida política, y las elecciones han de entenderse como una parte importante de dicha participación, es uno de los elementos esenciales para el auténtico ejercicio de la democracia.

Centrándonos en las elecciones municipales y autonómicas, la participación ciudadana siempre ha sido relativamente escasa, sin que por término medio se haya alcanzado el 70% de votantes sobre el total del electorado.

Este techo de participación señalado demuestra la sensibilidad ciudadana ante sus problemas municipales y autonómicos, del mismo modo que, por ejemplo, la afluencia de votantes en las elecciones al Parlamento Europeo pone en evidencia menor interés, como se aprecia cuando dichas elecciones se celebran independientemente de las municipales y autonómicas, lo que ocurrió en 1989 y 1994, y ni siquiera se llegó a contar con un 60% de participación.

No obstante, cuando el pueblo español ha percibido la importancia de una consulta electoral, ha acudido masivamente a las urnas. Así, cuando estaba en juego la llegada de la democracia, un 77,7% de los ciudadanos participó en el referéndum de 1976 de la reforma política y un 78,8% acudió a votar en las elecciones generales de 1977. Del mismo modo, cuando estaba reciente el intento de golpe de Estado del 23 de febrero, el 80% de los electores acudieron a votar en las elecciones generales de 1982. También en las elecciones de 1993 y 1996, ante el desgaste del PSOE y la urgencia del cambio que propugnaba la oposición, se llegaron a alcanzar participaciones del 76,4% y del 77,4%, respectivamente.

Aunque, como suele ocurrir, el próximo domingo la atención se centre en los porcentajes de votos obtenidos por cada partido y, sobre todo, en el número de candidatos de cada fuerza política que han sido elegidos, va a resultar apasionante seguir los niveles de participación para apreciar si, en este caso, cuanto ha ocurrido en la vida política española, y sobre todo la fuerte reacción popular ante la guerra de Irak y el desastre del Prestige, ha servido o no para despertar la sensibilidad popular ante las urnas y, por primera vez en nuestra historia, unas elecciones municipales y autonómicas rompen el techo del 70% de participación.

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