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Columna
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Guerra y petróleo

José María Zufiaur considera que las conexiones entre el petróleo y la guerra de Irak son evidentes y que es el crudo iraquí el principal objetivo de la ocupación. Subraya la necesidad de buscar políticas energéticas alternativas

Así como en los prolegómenos de la invasión de Irak la mayor parte de los análisis sobre las causas de la predeterminada decisión estadounidense apuntaban al petróleo como uno de sus principales motivos, conforme se ha ido desarrollando la guerra las referencias a este desencadenante han ido desapareciendo para dejar paso a las, sucesivas, explicaciones esgrimidas por el presidente Bush y sus correligionarios: primero, la guerra pretendía eliminar las armas de destrucción masiva detentadas por Sadam; después, destruir un santuario del terrorismo internacional; más tarde, acabar con el régimen totalitario instalado en Bagdad; finalmente, establecer la democracia en Irak. Para, una vez realizada la ocupación, situar el nuevo enclave del mal en la vecina Siria.

A pesar de esta planificada tarea de embellecimiento y ocultación de los motivos reales de esta ilegal, injusta, innecesaria e inmoral, además de evidentemente desigual, guerra preventiva, es imposible dejar de apreciar las evidencias que nos indican la singular importancia del petróleo como desencadenante, primero de la guerra, después de la ocupación y, finalmente, del control del país, para así controlar la región. Las interconexiones entre el petróleo y esta guerra son múltiples.

Es difícil creer que el controlar el acceso a esta fuente de energía, cuya demanda aumenta mientras las reservas de las misma disminuyen también a buen ritmo, no estuviera entre los objetivos fundamentales de esta guerra. Seguramente, como han señalado algunos analistas políticos, EE UU no hubiera necesitado desencadenar el conflicto para acceder, a corto plazo, al petróleo iraquí. Otra cosa son sus intereses a largo plazo.

En ese horizonte, a EE UU, que consume la cuarta parte de la producción mundial de petróleo y cuyo modelo de desarrollo está sustentado en ese combustible, se le presentan al menos dos problemas: sus yacimientos se agotan rápidamente y su dependencia del exterior es cada vez más grande -actualmente importa el 55% de sus necesidades petrolíferas y ese porcentaje alcanzará el 70% a lo largo de los 20 próximos años-. A su vez, en cinco países de Oriente Próximo (Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita, Irán, Irak y Kuwait) se concentran los dos tercios de las reservas mundiales de petróleo, siendo Irak el que posee el potencial de reservas más grande del mundo, unas reservas que son, además, las más fáciles de extraer y las menos caras de explotar. Un trasfondo económico que no pueden ocultar las humanitarias proclamas de los autores de esta guerra.

El petróleo será también el que pague el coste de la guerra y de la ocupación de Irak. A estos costes hay que añadir la deuda exterior de ese país que, según el Banco Mundial, se elevaba, antes del comienzo de la invasión, a 60.000 millones de dólares. De acuerdo con algunos expertos, será imposible financiar a la vez -con el nivel de producción diaria de petróleo que generaba Irak antes del conflicto, 2,5 millones de barriles- el coste de la guerra y de la reconstrucción, el pago de la deuda, un mayor desarrollo económico y la democratización del país. Salvo que se duplique la producción. Lo que es poco factible en la práctica, ya que provocaría una fuerte caída del precio del crudo, lo que anularía el beneficio conseguido. Habrá, por tanto, que elegir. Y nadie duda que EE UU elegirá financiar la guerra y beneficiar a sus empresas. Una razón más para desear que la reconstrucción sea dirigida por Naciones Unidas, que, presumiblemente, daría prioridad a la reconstrucción y a la mejora del nivel de vida del pueblo iraquí.

Con el petróleo tiene que ver también una de las lecciones esenciales a extraer de esta guerra: los límites económicos y ecológicos de la explotación de esta sustancia energética. Entre las consecuencias a sacar de esta invasión -reforzar las instituciones multilaterales, profundizar en una Europa más completa, reivindicar los valores jurídicos y humanos más elementales, poner en concordancia en nuestro país opinión pública con poder político- no debiéramos dejar de lado la necesidad de ser coherentes con la proclamación del 'no a la guerra del petróleo', defendiendo una política energética alternativa.

James Schlesinger, antiguo Secretario de Estado para la Energía bajo la presidencia de Jimmy Carter, dijo, tras la primera guerra del Golfo, que 'lo que el pueblo americano ha sacado como conclusión de la guerra es que es mucho más fácil echar a puntapiés de su sitio a las gentes de Oriente Próximo que hacer sacrificios para limitar la dependencia de EE UU respecto a la importación de petróleo'. Afortunadamente, los europeos (que tenemos una dependencia energética mayor que la de los americanos) hemos antepuesto muy mayoritariamente, en esta guerra, los intereses civilizatorios por encima de los económicos. Pero el problema subsiste.

Amenos que, en efecto, sean tomadas medidas drásticas para limitar el recurso a energías fósiles que están en la base de atentados insostenibles contra el clima y el equilibrio ecológico, el consumo de petróleo podría pasar de 75 millones de barriles por día en 2000 a 89 millones en 2010, y a 120 millones en 2030. Ello implicaría aumentar en un 130% las actuales capacidades productivas de todos los países de la OPEP de aquí a 2020. Lo que llevaría a agotar, en pocos decenios, las reservas petrolíferas, y sería incompatible con cualquier noción de desarrollo sostenible.

Otra conclusión importante a obtener de esta guerra es: para parar las guerras futuras será imprescindible, si queremos ser plenamente coherentes, reorientar nuestro modelo de desarrollo.

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