España, isla ferroviaria
Hace más o menos un mes que el Gobierno ha enviado al Parlamento el proyecto de Ley del Sector Ferroviario, que establece una nítida separación entre las actividades de administración de infraestructura y las servicios de transporte ferroviario que deberán ser realizadas de forma totalmente independiente si el proyecto es aprobado finalmente por parte de nuestros diputados y senadores.
El ciudadano, lego en la materia, probablemente se pregunte por las razones para legislar sobre una nueva ordenación de nuestro ferrocarril que, casualmente, llega en el mismo momento en que el sector es noticia por la aparición de algunos problemas, como el retraso en la llegada del tren de alta velocidad a Cataluña, discrepancias entre el Gestor de Infraestructura y la empresa Renfe, accidentes e incidencias puntuales en algunas líneas y el recurrente anuncio de huelga, y retirada posterior, en Semana Santa.
El motivo fundamental de la ley es la adaptación de este servicio a la normativa de la UE, que desde 1991 está trabajando seriamente para conseguir que el sistema ferroviario sea uno más de los pilares de su identidad. Cuando inicié mi periodo de presidencia en Renfe asistí a la reunión en la que se produjo la primera directiva, cuyo objetivo básico era abrir las líneas ferroviarias de todos los países miembros al tráfico de las empresas públicas y privadas existentes en todo su ámbito y sentar las bases de la competencia entre diversos operadores. La directiva fue aprobada por todos los ministros del ramo y aceptada a regañadientes por varias de las empresas ferroviarias nacionales, con reticencias manifiestas como las expresadas por nuestro vecino francés. Nuestro país fue de los que se expresó totalmente a favor, en la medida en que una de las primeras exigencias, que era la de la separación contable entre las actividades de gestión de infraestructura y de prestación de servicios, la cumplíamos, puesto que habíamos iniciado la implantación del modelo de gestión por unidades de negocio.
Aunque ha pasado ya mucho tiempo, he ido comprobando como los gestores de Bruselas han seguido trabajando con tozudez para conseguir una red ferroviaria transeuropea, estableciendo diversos hitos hasta el último que plantea la liberalización para 2008. Sin embargo, el proceso es extraordinariamente lento, de forma que aún hoy asistimos a importantes problemas de falta de interoperabilidad en aspectos como la fragmentación de los sistemas técnicos de seguridad, señalización y electrificación, la coexistencia de diversos modelos de gestión del tráfico y la falta de cohesión en las formas de trabajo ferroviario. Así como en la persistencia de farragosas formalidades que se establecen en las fronteras, que en la frontera española se complican aún más por la diferencia de ancho de vía.
El paso de tortuga con el que avanza la liberalización ha quedado evidenciado en un estudio que al respecto han encargado los Ferrocarriles Alemanes (DB) a IBM Business Consulting Services en el que se clasifica los países miembros de la UE, además de Noruega y Suiza, en diferentes niveles de desarrollo en el proceso de apertura de su mercado a la competencia, de acuerdo con unos parámetros como el avance legislativo, las oportunidades de acceso al mercado y el dinamismo de la competitividad. La conclusión es que la liberalización del sistema ferroviario está todavía en su infancia.
La clasificación la encabezan los países que 'cumplen el plazo', empezando por Gran Bretaña y Alemania, y en el furgón de cola figuran Irlanda, Grecia y España, que aparecen como 'pendientes de inicio' a una considerable distancia con respecto a los pioneros. Lógicamente, estos países con mayor retraso son los que se podrían considerar como islas ferroviarias en el conjunto.
El nuevo proyecto de ley, que pretende avanzar puestos en la clasificación citada, deberá ser debatido fijando más la vista en el futuro y en nuestra posición en Europa que en los problemas de comprensión y adaptación que comportará para diferentes colectivos. La red ferroviaria se ha de abrir a la competencia, en todos los niveles, es decir, a nuevos operadores, a otras empresas europeas y a las de comunidades autónomas.
El ferrocarril ha de favorecer la competencia y ser competitivo, y para ello ha de quedar claro que el mantenimiento de la infraestructura es responsabilidad del Estado, tal como en la carretera, y no de la empresa pública actual, y la deuda histórica no puede continuar perdurando como una pesada losa que dificulte la eficiencia.
Las diferencias actuales entre administradores del Gestor de Infraestructuras y Renfe poco pueden ayudar en este proceso, cuyas ventajas van a ser mucho más evidentes en el campo del transporte de mercancías, que se ha de basar en la gran carga y la gran distancia donde el referente es el ámbito continental europeo, que en el de viajeros, en los que el ferrocarril es competitivo con otros modos en ámbitos más restringidos, concretamente en las cercanías y en la media distancia, de unas tres horas de viaje como máximo, siempre y cuando se pueda alcanzar mayor velocidad que en la carretera.