El negocio de las catástrofes
Los primeros diez días de la guerra de Irak permiten atisbar la catástrofe que resultará de la operación conmoción y espanto y de las que irá poniendo en marcha, según la cadencia conveniente, el alto mando. Pero nada se deja a la improvisación y los mismos que planifican la destrucción comparecen muy preocupados en torno a la reconstrucción de Irak. Decía Julio Cerón en uno de sus inolvidables recuadros publicados en el diario Abc que en el fondo de toda exquisitez reservada a unos pocos suele subyacer algún abuso del que se prefiere no dar cuenta. Del mismo modo ahora la guerra de Irak confirma cómo debajo de algunas de las más suculentas oportunidades de negocio habita una gran catástrofe que los editorialistas llamarían humanitaria.
En una escala mucho más elemental sucede con las quiebras judiciales, donde la ruina de algunos sometida a un proceso de metamorfosis favorece que de horrendas larvas de miseria surjan venturosas mariposas de magnífica fortuna. Por eso es una extraña y muy apreciada habilidad la de aquellos que son capaces de ver ocasiones de prosperidad donde el común sólo observa acumulaciones de desastres. En términos industriales es, por ejemplo, el reconocimiento anticipado de los beneficios que encierra el tratamiento de las basuras. Qué bien lo escenificaron los Albertos en aquella imagen imborrable que compusieron con sus impolutas gabardinas sobre el moderno vertedero de Valdemingómez, convenientemente asesorados por su director de comunicación Fernando González Urbaneja.
Esta perspicacia es la que describe Norman F. Dixon en su libro Sobre la incompetencia militar que va ya por la tercera edición en Anagrama. Nuestro autor explica cómo un hecho improbable o inesperado contiene mucha más información (es decir, reduce mucha más incertidumbre) que uno esperado, predecible, de esos que ocurren conforme a una programación inexorable. A partir de ahí Dixon examina un aspecto particularmente peligroso de las relaciones entre el proceso de información y el de decisión, en especial cuando afecta a la revisión de las decisiones tomadas. Porque la acumulación sucesiva de informaciones que apoyan una decisión hace cada vez más difícil aceptar pruebas en sentido contrario a tal decisión.
Lo anterior debe tenerse en cuenta para ponderar el proceder de un alto mando militar, porque si sus criterios son inadecuados, es decir, si da mayor importancia a la posible pérdida de autoestima o de aprobación social o al miedo a molestar a un superior, que a consideraciones más racionales, todo queda dispuesto para la calamidad. Sucede que la posibilidad de que esto ocurra aumenta debido a la 'niebla de la guerra'. Enseguida subraya que el alto mando que ha de tomar decisiones es víctima de otro riesgo, el que deriva de que su atención, sus percepciones, memoria y pensamiento puedan ser distorsionados por sus emociones y motivaciones.
La distinción del alto mando se basa en mantener los procesos informativos de su mente libres de todo prejuicio determinado por las necesidades a las que deberían servir. Más aún cuando los efectos que las necesidades causan en el conocimiento se multiplican de manera proporcional a la fuerza de las necesidades y además la realidad exterior se presenta llena de ambigüedad y confusión. Porque en esas condiciones adversas, que son las que imperan en estado de guerra, las necesidades y emociones adquieren su mayor libertad de movimientos y tienden a imponerse a las incertidumbres del pensamiento. De ahí que una de las causas de los fracasos sea la 'niebla de la guerra', a la que otros denominan la presencia de 'ruidos en el sistema', es decir de obstáculos que interfieren el fluir de la información.
Estamos ante una situación en la guerra de Irak donde algunos, como Cardigan, uno de los responsables del desastre de la carga de la Brigada Ligera, compensan con su arrogancia la perspicacia de que carecen. El caso más agudo se presenta siempre en las organizaciones o ambientes autoritarios, tal que el instalado en el núcleo duro de la Administración fundamentalista del presidente Bush, porque todo conspira para eludir las culpas mediante negaciones, racionalizaciones y el recurso a víctimas propiciatorias. El resultado final es que quienes fueron auténticos responsables nunca llegan a admitir su fracaso o su incompetencia y así todo es inútil para impedir que el desastre se repita.
Mientras, fuera de la 'niebla' o del 'ruido' desorientadores, algunos se aprestan a convertir en un próspero negocio los desastres de la guerra. Basta consultar la propia prensa norteamericana, empezando por The New York Times o el semanario New Yorker, para obtener la lista de aprovechados. En esa estela se situaban las declaraciones de nuestra ministra de Asuntos Exteriores al proclamar como primeros resultados de la guerra la subida de la Bolsa y el descenso de los precios del crudo. Permanezcan atentos a la evolución de los índices y a las empresas contratistas americanas y quién sabe si españolas.