En medio del nuevo desorden mundial
La crisis iraquí ha culminado una serie de desencuentros en las relaciones entre una y otra orilla del Atlántico que, por un lado, amenazan con rediseñar el actual entramado de alianzas globales y que, por otro, han abierto serias fracturas en las organizaciones consideradas hasta ahora como valedoras del orden y la legalidad internacionales.
El liderazgo mundial de EE UU, ejercido sin discusión desde la caída del muro de Berlín, se ha encontrado en esta ocasión con la oposición de un amplio grupo de países, con Francia a la cabeza, que ha puesto en serios aprietos a la superpotencia.
Los argumentos esgrimidos por el presidente de EE UU, George Bush, no han obtenido el respaldo de algunos de sus aliados tradicionales e incluso el rechazo a las tesis estadounidenses se ha convertido en argumento electoral con un fuerte apoyo en las urnas. El caso más destacable es el de Alemania, que en la anterior guerra del Golfo jugó un papel logístico y financiero decisivo, y el de su canciller, Gerhard Schröder, que logró la reelección en el cargo el pasado mes de septiembre gracias, en buena medida, a su abierta oposición a los planes belicistas de Bush.
La crisis iraquí ha enrarecido las ya tensas relaciones entre una y otra orilla del Atlántico. Con la llegada de Bush a la Casa Blanca, Europa empezó a lanzar acusaciones de unilateralismo a la política exterior de la nueva Administración. No faltaban argumentos: el rechazo estadounidense al tratado de Kyoto, su negativa a la creación del Tribunal Penal Internacional, la aplicación de aranceles a la importación de acero, el abandono del tratado de no proliferación de armas, entre otros asuntos, abonó estas tesis.
La tragedia de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 generó una ola de solidaridad internacional, que propició acuerdos globales tan destacables como el lanzamiento de una nueva ronda de liberalización comercial en Doha. Pero muchos analistas acusan ahora a Bush de haber dilapidado este importante capital por su empeño en tomar decisiones al margen de la comunidad internacional.
La crisis iraquí, en sus estadios previos al conflicto, ha catalizado los peores temores de los más críticos con la política exterior de Bush.
Pero no es la única repercusión de calado que ha provocado la ofensiva, que ha abierto, además, una considerable brecha entre los socios europeos, con dos bandos claramente diferenciados: los países dispuestos a respaldar toda iniciativa estadounidense y los empeñados en mostrar su propia entidad en el escenario internacional, por oposición a los planes bélicos. Surge así la brecha entre la vieja y la nueva Europa, según la definición empleada por Washington.
España y Reino Unido han apoyado sin fisuras los planteamientos de Bush, para los que han logrado la adhesión de los países de la ampliación. La firmeza de Francia y Alemania en su rechazo a la inevitabilidad de la guerra ha sumado adeptos, como Bélgica, y ha creado un nuevo eje en la ONU, con el respaldo de Rusia, y más tibiamente China, a las tesis de EE UU. Las posibilidades de que la Unión Europea avance hacia una política exterior y de seguridad común son hoy mucho más difíciles y remotas que hace apenas seis meses.
La crisis iraquí ha puesto, además, de relevancia el poder de la opinión pública en la era de la globalización. La oposición aplastante de la mayoría de la sociedad a la guerra se ha reflejado en los millones de manifestantes que han alzado su voz en todo el mundo contra un ataque que, cuando menos, resulta cuestionable. Ese rechazo ha reforzado la posición de aquellos que han rechazado la guerra y amenaza con tener consecuencias electorales para sus defensores.