¿Todas las guerras son injustas?
En las ardorosas polémicas que ha suscitado la probable guerra contra Irak han sobrado las consignas simplistas y las discusiones repletas de banalidades; por el contrario, se ha echado en falta una argumentación basada en planteamientos sólidos que nos aclaren, entre otras cosas, la legitimidad de la guerra. Ni siquiera la Conferencia Episcopal, siguiendo su inveterada costumbre, ha sabido salirse de la estela de argumentos simplistas y ofrecer a los ciudadanos españoles unas reflexiones que no ofendieran su sentido común, ya de por sí bastante maltratado por los debates parlamentarios con que la televisión nos ha torturado.
Y es lástima, porque hubiera bastado con refrescar los conceptos acuñados nada menos que en 1539 por un dominico burgalés llamado Francisco de Vitoria, quien a propósito de las conquistas españolas en el entonces recién descubierto continente americano redactó las primeras reflexiones con sentido universal sobre lo que podríamos llamar el derecho de guerra.
Pues bien, contra lo que cualquier escéptico pudiera pensar, esta referencia no es un alarde de erudición inútil, ya que lo que aquel buen dominico escribió sigue teniendo una validez general y resulta plenamente aplicable a la hora de discutir la posible legitimidad de un ataque a Irak dentro de unas semanas.
Ciertamente, Vitoria escribía en una época en la cual no existía un organismo supranacional -del cual él era partidario- que garantizase el cumplimiento de las normas del entonces llamado derecho de gentes. Hoy sí existe tal organismo, la ONU, aun cuando a lo largo de sus casi 60 años de historia su falta de eficacia ha sido más que probada -como demuestran casos como el embargo de armas a Suráfrica, la famosa resolución 242 para solucionar el conflicto palestino-israelí, las matanzas de Ruanda o el genocidio de Srebrenica-, por lo cual, como señalaba Vitoria, se hace necesario no sólo regular, sino aceptar que un hecho tan terrible como la guerra puede ser inevitable como medio para mantener el Derecho cuando no se disponga de otros medios.
Ya hemos indicado que en el siglo XVI no existía una autoridad internacional, por lo cual era la nación ofendida y su príncipe quienes estaban legitimados para emprender este acto de justicia vindicativa, siempre que cumpliera al menos tres condiciones principales: que fuese declarada por una autoridad competente, que existiese una causa justa y que se aceptase una serie de limitaciones.
De la primera condición ya se ha hablado, pero conviene añadir que los tratadistas de la época eran unánimes al dictaminar que la nación ofensora, por esa misma razón, quedaba automáticamente en situación de inferioridad y la ofendida podía declararle la guerra legítimamente.
Respecto a la causa, Vitoria rechazaba de plano los conflictos movidos por ambiciones imperialistas, por la religión o por el interés particular de un gobernante; en su opinión, una nación debía repeler una agresión injusta, porque, simplemente, estaba haciendo uso del derecho de legítima defensa, pero también podía emprender una guerra ofensiva si con ella reparaba una injuria .
Por lo que a las limitaciones en la ejecución de la guerra se refiere, el buen dominico precisaba que ninguna nación debe lanzarse a un conflicto bélico sin contar con la seguridad moral de la victoria; además, aun teniendo la razón y la superioridad militar de su parte, no debe extralimitarse en la función vindicadora ni buscar el aniquilamiento de su enemigo, de tal forma que los súbditos de la nación atacada -y presumiblemente derrotada- puedan acabar cosechando unos beneficios que compensen sobradamente los perjuicios ocasionados por la guerra.
Vitoria no era un fraile ingenuo y se daba perfecta cuenta de que el gobernante a quien estas advertencias iban dirigidas -nada menos que el emperador Carlos V- podía ceder a la tentación de olvidar la justicia en beneficio de la fuerza.
Quienes hoy, invocando razones de moralidad y apostando por un desarme voluntario, predican la necesidad de olvidar la guerra como medio de eliminar un arsenal de armas ilegalmente mantenido y devolver a Irak al seno de la comunidad internacional, están obligados a discutir y demostrar por qué no se dan hoy las circunstancias, definidas por Vitoria, en las cuales la fuerza no se estaría usando para conseguir un fin noble. Los indecisos, que quizá seamos muy pocos, en cuestión de obligaciones morales les estaríamos infinitamente agradecidos.