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Columna
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La fragilidad

Cuando a finales del siglo pasado Drucker y Handy escribían sobre La sociedad poscapitalista o lo que había Más allá de la certidumbre, respectivamente, fundaban sus inquietudes en que el cambio tecnológico todo lo trastocaba. Hasta el punto de que con la avalancha de invenciones, y sus apresuradas aplicaciones para todos los órdenes de la vida, se estuviese en los umbrales de una nueva era. En la que algunos, con menos seso y prudencia que los citados, veían ya que todo sería Jauja y anunciaban que nunca más volvería a haber ciclos recesivos ni penurias y descalabros. Coincidían con Greenspan, aunque se entusiasmaban más, en que las nuevas herramientas y procesos multiplicaban productividades y hacían más competitivos a aquellos que se afanaban por incorporarlas antes que sus competidores.

Hoy se habla menos de la importancia de los cambios tecnológicos, por más que sigan siendo determinantes para seguir acrecentando las productividades, como ha vuelto a recordar el presidente de la Reserva Federal a la hora de resaltar la solvencia que puede seguir teniendo una economía como la estadounidense. Quizá porque se constata que las incertidumbres ante el futuro no provienen de la innovación y la transformación de los procesos productivos, sino del empeño de los políticos en gestionar los conflictos apelando antes a la fuerza y a los apriorismos que al raciocinio y a la búsqueda de soluciones eficaces. Lo que les lleva a aplicarse menos en impulsar proyectos de clara utilidad pública que a fiarlo todo en seguir dándole cuerda al complejo militar-industrial del que se viene hablando desde que Galbraith estaba todavía en condiciones de polemizar con los fundamentalistas del mercado. Que ya entonces tenían la misma coherencia que los que ahora unas veces defienden el déficit cero y otras no se espantan de lo que va a suponer la aventura de Irak para las cuentas del Imperio.

De ahí que ahora sea difícil ignorar que las incertidumbres nacen más de la desconfianza en la gestión de los asuntos colectivos que de lo que encierra el progreso continuo e imparable. Y eso que nadie agranda las desconfianzas sacando a la luz los costes de lo que supone primar la foto y el corto plazo frente a proyectos más duraderos y provechosos. Ni nadie mide ni aclara cuáles son las causas de tantos fiascos, ni se acostumbra a pedir responsabilidades por decisiones inadecuadas o imprudentes. Quizá porque en los ámbitos de las prácticas políticas ocurre, como en la novela de Ballard Super-Cannes, que es posible dar cuenta minuciosa de todos los parámetros presentables. Pero al igual que en las tecnópolis modelo noveladas tales detalles, como los que deparaban los telediagnósticos a que tenían acceso los ejecutivos del emporio empresarial imaginario, nunca sirven para detectar anticipadamente dolencias latentes. Y como tampoco hay doctores neuróticos, como los que aparecen en esa inquietante narración, que se hayan percatado de que lo que habría que analizar de manera sistemática son los desechos, los asuntos públicos estén siempre expuestos a crisis catastróficas. Sin que sea posible explicarlas adecuadamente, porque las decisiones desacertadas nunca quedan registradas. Se van a las alcantarillas como aquellos residuos que anticiparían cómo iba a evolucionar la salud de los tecnócratas imaginarios.

De forma que cuando se dan tragedias como la del Columbia se vuelven a repetir muchas de las lamentaciones que se oyeron cuando ocurrieron las del Challenger o del Apolo. A las que se les suelen añadir otras relativas a que el progreso tiene siempre sus costes y que la conquista espacial es un envite de alto riesgo que no puede tener asegurado totalmente el éxito. Lo cual, con ser obvio, no deja de ser un paño caliente para mitigar que se extienda la sensación de falta de eficiencia de los sistemas puestos en juego en cada proyecto. Incluidos los de toma de decisiones que escogieron aligerar costes apelando a la mayor agilidad de la iniciativa privada y no se preocuparon de extremar los controles necesarios para no mermar tanta diligencia y rebaja. Haciendo oídos sordos ante los que advirtieron que nadie puede saber cuándo se ha sobrepasado el margen de seguridad. Ni cuántos controles serían convenientes.

Como tampoco es posible que nadie sepa hasta cuándo podrán aguantar los mercados las incertidumbres que atenazan la primera economía mundial. Ni si tendrán capacidad para encajar las consecuencias del asalto a Bagdad, pues es probable que entonces Bush, cuando tenga que acrecentar el déficit, no sólo oirá lamentarse a Greenspan de cómo se resentirán los tipos, sino que no podrá valerse de Isaías para glosar la debilidad del género humano. Y puede ir rezando para que no se compruebe entonces que los atemorizados mercados son más frágiles que las agrietadas losetas cerámicas del malogrado transbordador.

Ya que, de lo contrario, no quedaría mas remedio que echar mano de Jeremías y lamentarse de la necedad que fue creer que lo de doblegar el 'eje del mal' era tan barato como distribuir un nuevo vídeo de Bin Laden.

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