Guerra y petróleo
La que parece inevitable guerra de EE UU, y algunos de sus fieles escuderos, contra Irak ha sido justificada por el presidente Bush alegando la necesidad de 'defender la libertad y la seguridad del pueblo de EE UU'. Cuán justificada esté esa retórica queda a juicio del lector; como queda el propósito de asegurar en el futuro un régimen democrático para ese país.
Cualquier observador medianamente imparcial haría bien en poner en solfa la primera de esas razones, por cuanto la amenaza que la dictadura iraquí supone para la seguridad de EE UU es, como mucho, remotísima; en cuanto a la exportación de la libertad y la democracia a Bagdad, no parece que sea una de las especialidades americanas y, desde luego, supone 'mentar la bicha' a regímenes políticos como Arabia Saudí, Egipto, Jordania, Irán, e incluso Turquía, cuya ayuda será necesaria si el conflicto bélico estalla.
Podría existir una tercera razón, menos frecuentemente mencionada pero de extraordinario peso y que encaja perfectamente en la imagen de potencia agresiva, dirigida por consideraciones imperialistas en las cuales los intereses económicos desempeñan un papel central, que es tan del agrado de los críticos de EE UU y más concretamente de Bush y su Gobierno de rapaces petroleros tejanos.
Esa crítica se resume fácilmente: la invasión de Irak persigue dominar las ricas reservas petrolíferas de ese país -sólo superadas por las de Arabia Saudí-, romper el cartel de la OPEC y abrir a las compañías petrolíferas americanas e inglesas un negocio actualmente reservado a rusos, franceses y chinos.
La sospecha tiene alguna base. Por ejemplo, el famoso Proyecto Independencia lanzado por Nixon en 1973 para asegurar la autosuficiencia americana en el campo de la energía ha ido de mal en peor. Hoy en día EE UU ha de importar el 60% de la energía que necesita y, lo que es más aterrador, se calcula que dicho porcentaje subirá hasta el 90% en 2020, si las cosas no cambian... Se comprende que una sociedad devoradora de energía, como la americana, intente por todos los medios diversificar sus suministradores, ya sean éstos Rusia -se dice que los presidentes Putin y Bush han llegado a un acuerdo que suministrará 18.000 millones de dólares anuales para potenciar la extracción de crudo ruso-, y los endebles estados del golfo de Guinea como Santo Tomé y Príncipe, Gabón o Guinea Ecuatorial, o apoyar por todos los medios la construcción de un oleoducto desde las antiguas repúblicas soviéticas ribereñas del mar Caspio a un puerto mediterráneo en Turquía.
Pero no parece que los dirigentes estadounidenses deban esperar de un posible derrocamiento de Husein una solución rápida a sus preocupaciones. El aumento de la producción de crudo iraquí desde los poco más de dos millones de barriles diarios actuales a los cinco o cinco y medio potenciales requerirá, primero, una inversión ingente y bastantes años de trabajo y, segundo, aun así la primacía saudí -ocho millones de barriles diarios- se mantendrá por muchos años, dado que sus reservas son inmensas y pueden extraerse a un coste muy bajo.
Podría aducirse que en la medida que la OPEC se enroque en su política de precios altos -un promedio de 25 dólares el barril- está cavando su propia tumba a medio plazo, entendiendo que ese es un nivel de precios que las economías occidentales pueden soportar y, al mismo tiempo, permite explorar fuentes alternativas cuyo coste resultaría excesivo, por ejemplo, si el precio del barril fuese de 20 dólares. Pero dicho esto, EE UU debe aceptar una realidad muy desagradable: su dependencia respecto al crudo del Oriente Próximo es tal que ha convertido esa región en vital para los intereses del imperio de Bush.
Y para defender su estabilidad es preciso aceptar una presencia militar cada vez más compleja y costosa, tanto en términos de alianzas como en recursos financieros, pero, sobre todo, comprender que la presencia militar estadounidense, en lugar de reforzar la estabilidad de la región, la erosiona, tanto más si continúa apoyando a toda costa a Israel.