Brasil, hambre cero
La llegada de Lula da Silva, con su flamante estrella roja en la solapa, a la presidencia de Brasil abre una nueva esperanza para América Latina comparable a la que representaron Castro en Cuba y Allende en Chile.
Las diferencias entre ellos son notables. Lula no es un guerrillero que baja del monte, sino un líder sindical elegido democráticamente, después de varios intentos, con el mayor apoyo popular de la historia de Brasil. Y tampoco las circunstancias geopolíticas son las de la guerra fría.
Pero Lula, como Allende, no tiene mayoría parlamentaria, a pesar de la magnitud de su victoria en las presidenciales. Su partido sólo cuenta con 91 de los 513 diputados federales y 14 de los 81 senadores. Necesitará forjar una alianza con alguno de los 19 partidos representados en la Asamblea Nacional si quiere sacar adelante una política de lucha contra la pobreza y la desigualdad que sea compatible con una gestión macroeconómica rigurosa
Nadie puede esperar milagros de Lula, pero hay que apoyar a un Gobierno que se propone una buena gestión económica y luchar contra las desigualdades
Pero eso, que fue imposible en el Chile de ayer, no parece que vaya a serlo en el Brasil de hoy. La aportación del Partido Liberal, al que pertenece el vicepresidente Alentar, las negociaciones en curso con el PMDB, el gran partido de centro derecha, y el carisma del nuevo presidente resolverán, por el momento, los problemas parlamentarios.
Como Allende en su tiempo, el Gobierno de Da Silva tendrá que hacer frente a una fuerte demanda social en un país con 17 millones de hambrientos, casi el 40% de la población por debajo del nivel de la pobreza y las mayores desigualdades regionales y de renta del mundo. En ese contexto se inscribe el rápido anuncio del programa Hambre cero, simbolizado de forma elocuente por una frase ya famosa del discurso de investidura: 'Si al final de mi mandato todos los brasileños pueden comer tres veces al día, habré cumplido la misión de mi vida'. Reproducida por todas las televisiones, esa frase ha dado la vuelta al mundo, irrumpiendo en nuestros festines navideños, y provocando un importante caudal de simpatía. Tanta como en su día recibió el propósito de Allende de que cada niño chileno pudiese beber un vaso de leche al día.
Esperemos que Lula tenga más suerte y menos adversarios. Y para ello tendrá, antes que nada, que romper el circulo vicioso de la deuda, sin lo cual no tendrá margen de maniobra presupuestario ni la confianza de los agentes financieros internacionales.
En efecto, el nuevo Gobierno hereda del alabado Cardoso una situación catastrófica de la deuda pública. No tanto por su volumen como por su estructura y rápido crecimiento. Un endeudamiento público del orden del 65% del PIB no es mucho mayor del que se exigía para formar parte del euro. Y, además, el 75% de esa deuda está en manos de acreedores nacionales, a diferencia del caso argentino
Pero el nivel de endeudamiento ha crecido exponencialmente desde el 27% de 1996, alimentando todos los temores de insolvencia de un país enfrentado a un cambio político trascendental. Su estructura la hace muy vulnerable frente a la fácil histeria de los mercados financieros: el 50% de la deuda está indizada con el tipo de cambio del real con el dólar, el 40% vence a un plazo inferior al año y el 30% depende de los tipos de interés locales.
Por ello, cuando los sondeos pronosticaban la victoria de Lula, las salidas de capital provocaron una depreciación del real y, de rebote, un encarecimiento de la deuda. Pero como, además, el Banco Central tuvo que aumentar los tipos de interés, a la vez para sostener el tipo de cambio y combatir una inflación alimentada por un real débil, se produjo un nuevo encarecimiento.
Si ese proceso se repitiese, sería imposible hacerle frente sin romper el acuerdo con el FMI de mantener un saldo presupuestario primario de al menos un 3,75% del PIB.
Se puede discutir la racionalidad o la conveniencia de esa condición en las actuales circunstancias, pero de su cumplimiento depende la confianza de los agentes financieros, sin la cual ese círculo vicioso no haría sino acelerarse hasta la tragedia final.
Para evitar ese riesgo el FMI y los grandes países industrializados deberían, si de verdad les importa el éxito de la nueva experiencia política que Lula representa, patrocinar un proceso negociado de reestructuración de la deuda brasileña a corto plazo, en dólares y a tipos variables, a otros pasivos a medio plazo, a tipo fijo y en moneda local.
Esa estabilización del suelo financiero para evitar posibles deslizamientos políticamente inducidos y sistémicamente amplificables, es mucho más importante que las aportaciones de capital que el FMI suele hacer in extremis cuando la situación es catastrófica. Esa reconversión de deuda era seguramente imposible en el caso argentino, pero Brasil tiene a su favor que el 70% de la deuda a tipos variables esta en manos del sistema financiero nacional.
Nadie puede esperar milagros, ni los trabajadores pobres a los que Lula prometió doblar el salario mínimo, ni los gendarmes del sistema financiero mundial a los que Cardoso dejó bien atado el rigor presupuestario. Pero todos deberían apoyar sin reservas a un Gobierno democrático que se propone a la vez una buena gestión macroeconómica y una verdadera lucha contra las desigualdades.