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Tribuna
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La financiación de las Cámaras

Las Cámaras de Comercio, organismos que se definen como órganos consultivos y de colaboración con las Administraciones públicas, existen desde el siglo XIX y se financian a través del denominado recurso cameral permanente. Este recurso cameral es de facto un impuesto que se aplica de forma coercitiva sobre todos los contribuyentes que realizan una actividad comercial, industrial o de servicio, ya sean personas naturales o jurídicas. Las empresas, los profesionales y en general cualquier trabajador por cuenta propia están obligados a ingresar a favor de la Cámara de su provincia una cantidad que se calcula sobre la base del IAE (el 2%, con una cuota cameral mínima de 8,04 euros) y a la que se añade el 0,15% de su IRPF de actividad empresarial. En otras palabras, la contribución de los empresarios a las Cámaras está establecida por ley y no es voluntaria. Así, si no se satisface en el plazo previsto para el pago, las Cámaras tienen derecho a exigirlo por vía de apremio devengando los intereses de demora, con los correspondientes recargos. Un modelo peculiar, que resulta claramente anacrónico. La afiliación a las Cámaras es obligada, por lo que sus ingresos están garantizados a futuro. Esta circunstancia da pie a algunas reflexiones: ¿qué nivel de autoexigencia puede tener una organización que conoce de antemano sus ingresos que son además fijos independientemente de la calidad de su gestión o su desempeño profesional?, ¿cuál sería la reacción de los trabajadores por cuenta ajena si, por ley y de forma coercitiva, se les obligará a financiar a los sindicatos estuvieran o no de acuerdo con sus fines y actuaciones?, ¿quién controla las cuentas de las Cámaras?, ¿por qué no son públicas y están a disposición de cualquier contribuyente que las quiera consultar?

A quién le interesa mantener este modelo de financiación anacrónico y excepcional que recae sobre los hombros de unos afiliados que lo son por obligación? Las Cámaras no tienen que pelear por su financiación. En esta situación existe el riesgo de que se conviertan en organismos obsoletos, ajenos a las necesidades de sus obligados afiliados y exentos de riesgo de crítica a su gestión porque éstos tampoco disponen de ninguna vía asequible para cuestionar su eficacia o exigirles nuevas capacidades más acordes con los tiempos y los colectivos a los que se dirigen. La única fórmula posible para asegurar las competitividad de las Cámaras en el futuro pasa por liberalizar la exigencia de pago a sus obligados socios y plantear su financiación como un acto voluntario. Esta decisión obligaría a las Cámaras a justificar su existencia con servicios que tuvieran valor añadido para los empresarios, comerciantes y profesionales a los que dirigen sus esfuerzos. Su opción de supervivencia pasaría por una importante reconversión reorientando sus servicios bajo estrictos criterios de oferta y demanda. Si no fueran capaces de identificar y ofrecer este tipo de servicios, sus días estarían contados. En mi opinión, su hipotética desaparición podría incluso favorecer que surgieran otras organizaciones profesionales o gremiales más pequeñas y cohesionadas trabajando en la defensa de distintos colectivos que fueran muy homogéneos y presentaran unas necesidades similares: autoempleados, pequeños empresarios, pequeños comerciantes o franquiciados.

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