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Viajes

La fábrica de belenes

Dos emblemas navideños pugnan por adueñarse de los hogares en estas fechas: el árbol y el belén. El árbol evoca culturas boreales y paganas; el belén, nacimiento o pesebre, pertenece al mundo sureño, mediterráneo

Dicen que fue el poverello, San Francisco, quien tuvo la ocurrencia, en 1223, de reunir en una gruta a un buey, una mula y unos humildes aldeanos que representaban a los personajes del misterio navideño. Aquello gustó, y se empezó a copiar la escena con figuritas de barro. En el siglo XVII era una costumbre muy extendida en el Reino de Nápoles, enriquecida allí de manera increíble con tipos populares, que parecían sacados de las calles y mercadillos: un realismo germinal (sin duda precursor del realismo literario del XIX y del neorrealismo cinematográfico del XX). Fue el rey Carlos III, oriundo de aquellas tierras, quien trajo a España la tradición del belén, que arraigaría con fuerza, gracias a artistas como Salzillo, también de origen napolitano.

En lo más encumbrado de Nápoles, en la Certosa de San Martino, que domina todo el vuelo de la ciudad y el bucle clásico de su bahía, existe un Museo de Belenes, con algunos de los misterios más logrados -como los debidos a los hábiles dedos de Michele Cucinello-. Pero no hace falta subir hasta allá arriba (aunque es muy recomendable): toda Nápoles se parece mucho a un belén barroco. Todavía. No hay más que perderse por las callejas invadidas por mercadillos y tipos que parecen modelados por belenistas empedernidos. Hay muchos mercados callejeros en Nápoles -suponiendo que la ciudad entera no sea un zoco-, pero son especialmente evocadores los que invaden Via Tribunali y calles aledañas y el que se forma, más abajo, junto a la Porta Nolana de la antigua muralla. El primero, más formal; el de abajo, más semejante a un rastrillo donde además de víveres y hortalizas se mercan ropas y zapatillas, gafas o paraguas, siempre bajo la ausente mirada de alguna Madonna empotrada y desvaída.

Este ambiente populista es la sal de Nápoles. Sin eso, Nápoles no sería Nápoles. Y lo invade todo: no sólo los barrios agitados por el trajín mercantil, también los elegidos para el ocio y el merodeo, actividad ésta prioritaria en esta ciudad extrovertida y arriesgada. Podría casi afirmarse que el corazón de Nápoles es precisamente el largo paseo de Mergellina, asomado al mar y al barrio coplero de Santa Lucía. En Mergellina se junta a pasear más gente de la que cabe, sobre todo al atardecer, van los novios a besarse, los matrimonios a comer trippa (cada vez escasean más los puestos, que antes invadían hasta la playa) y los niños, como siempre, a incordiar. Un belén profano, poblado de figuras tan legítimas como el cagonet catalán, la meiga gallega o el tío de las gachas.

Naturalmente, hay otra Nápoles más oficialista. La Nápoles que semioculta, en su carnadura desconchada, iglesias, palacios y museos con aluviones del arte más sublime. Se necesita mucho tiempo para roer mínimamente ese cúmulo de bellezas secretas. Pero también desde el punto de vista urbanístico y monumental hay bastante que roer. El ombligo de esa Nápoles es la plaza del Plebiscito, remansada entre el Palacio Real y los brazos columnados de la iglesia de San Francisco de Paula, que son algo así como la columnata vaticana de Bernini en plan doméstico. A solo unos pasos, la ópera de San Carlos y, enfrente, la galería Umberto I son un buen ejemplo de esa ambivalencia tan napolitana que consiste en mostrar y ocultar al mismo tiempo. También la catedral está como escondida, y es sin embargo una auténtica maravilla, con jirones de todos los estilos y edades -incluidos un baptisterio y una basílica paleocristianos- y un San Gennaro aplastado por el mejor arte barroco que oficia a plazo fijo el milagro de licuar su sangre y ¡ay de Nápoles si eso algún año no ocurriera!

Hay un montón de templos que dejan boquiabierto, igual que el Museo Arqueológico o el Castel Nuovo, reconstruido por los aragoneses de Alfonso I, junto al puerto. Todo ello amalgamado por esa urdimbre pintoresquista contra la cual poco pueden los envites del tiempo ni los guiños de la modernidad. Se diría que en Nápoles el belén está siempre montado.

Localización

Cómo ir. Italiatour (902 160 375) en colaboración con Alitalia, propone un fin de semana en Nápoles que incluye avión ida y vuelta, 2 noches de hotel con desayuno y seguro de viajes incluido, desde 363 euros por persona (estancia en hotel tres estrellas) y desde 390 euros por persona (en establecimientos de cuatro estrellas), oferta válida hasta 28 de febrero de 2003; admite la opción de negociar días extras. Iberia (902 400 500) lleva a Nápoles, vía Roma, y en colaboración con Alitalia, desde 660 euros por persona, i/v. Alojamiento. Hotel Excelsior (Via Partenope, 48, tel. 081 7640111), un clásico lleno de encanto y de lujo, con envidiables vistas al paseo marítimo y al Castel dell'Ovo. Vesubio (Via Partenope, 45, tel. 081 7640044), otro establecimiento clásico cargado de historia. Hotel Le Orchidee (Corso Humberto, 17, Tel. 081 5510721), confortable y con buenas vistas a la bahía. Comer. Ristorante Bellini (Via Santa Maria di Constantinopli, tel. 081 459774), local especializado en pescados y mariscos y demás productos del mar. Da Michele (Via Cesare Sersale, 1, tel. 081 5539204), para probar las mejores pizzas de Nápoles. La Scialuppa (Via Lucilliana, tel. 081 7645333), cerca del puerto deportivo. Por la noche, son muy agradables y recomendables las trattorias del barrio de Santa Lucía, para disfrutar de las terracitas adornadas con velas y flores junto al mar y las barcas de pescadores.

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