El caso turco y la UE
Los resultados de las últimas elecciones de Turquía, ganadas por Tayyip Erdogan, hoy de visita en España, que han supuesto la desaparición parlamentaria de los partidos tradicionales y su sustitución por un partido de connotaciones islamistas, vienen siendo materia de análisis, pues no en vano se trata de un país de gran importancia estratégica que, además, es miembro fundador de la OTAN y eterno candidato al ingreso en la UE. Y es precisamente esto último lo que suscita controversia en el seno de una Unión que pretende darse una Constitución en paralelo con la materialización de su ampliación a diez nuevos países, que la esperan para mejorar sus condiciones de vida. Aunque Turquía no está en esa lista, gracias a su nueva situación política y al interés expreso de Estados Unidos, podría aspirar a obtener alguna contrapartida que dulcificase la espera y ayudase a la UE a resolver algunos problemas.
La historia de Turquía está profundamente enraizada con la historia europea desde la caída de Constantinopla, hoy Estambul, en poder de los turcos en el siglo XV. Momento que marca el inicio de la Edad Moderna y también de una relación ininterrumpida de amor-odio entre el pujante imperio turco y las diferentes monarquías europeas: los Balcanes y el Mediterráneo pueden dar fe de ese devenir histórico. Y uno de los episodios culminantes de esa estrecha relación fue la alianza del imperio turco, ya decadente, con los imperios centrales europeos, el alemán y el austríaco, en la Primera Guerra Mundial. La pérdida de la guerra disolvió los tres imperios, alumbró nuevos Estados y dio fuerzas a los principios democráticos como base de la convivencia, aunque todavía tendrían que superar pruebas durísimas con una nueva guerra mundial.
Turquía, cuya república fue establecida en 1923 tras ser abolido el sultanato por Kemal Ataturk, ha pretendido desde entonces ligar su destino a Europa, que se veía como espejo de laicismo, libertad y modernización. Pero ni la tormentosa historia europea del siglo XX ni la propia realidad turca han facilitado la práctica de los ideales, ciertamente loables, de los fundadores de la República de Turquía. No obstante, el hecho objetivo es que ese país ha sido un firme aliado de las potencias occidentales durante la guerra fría y ha pretendido, con menor éxito, mantener su distancia de las formulaciones más radicales del islamismo político.
Desde mi punto de vista, Europa occidental, germen y alma de la UE, ha sido poco abierta con Turquía y no le ha prestado la atención que merecía, a pesar de tenerla entre sus aliados. Los turcos sólo han contado de verdad con el apoyo de EE UU, que parecen valorar mejor el esfuerzo de ese país por mantenerse en la órbita de Occidente. Aun así, la progresiva degradación de las condiciones de vida y la esclerotización de los partidos políticos tradicionales han provocado que los turcos impulsen un cambio, que debería merecer atención y apoyo antes que recelo por parte de la UE.
Los propósitos manifestados por los nuevos gobernantes de Turquía favorables a la concertación con la UE creo que facilitan la recuperación de un interés que nunca debió olvidarse, y que puede ayudar en la tarea de asimilación y moderación de un movimiento político cuya raíz religiosa no debería constituirse en impedimento, siempre que se respeten los valores democráticos. El verdadero riesgo sería hacer con Turquía lo que hace diez con Argelia.
La UE tiene problemas importantes entre los que no es el menor el de su propia definición constitucional. Por eso se está a tiempo de buscar una aproximación a la cuestión turca desde una perspectiva integradora, que prescinda de una rigidez según la cual sólo se puede ser miembro de pleno derecho sin apenas consideración a la figura del país asociado.
El caso de Turquía debería mover a valorar más la figura y el estatus de la asociación que podría convertirse en una salida airosa y digna para la propia Turquía y para el ingente embrollo de la ampliación que no está, ni mucho menos, resuelta.