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Viajes

La bella maldita

Cuando aún no se ha recuperado de la barbarie de la guerra, las aguas del Elba han puesto en peligro sus tesoros. Pero Dresde está acostumbrada a renacer para seguir siendo la Florencia del Elba

En la noche del 13 al 14 de febrero de 1945, un bombardeo de castigo por parte de aviones aliados redujo a escombros el 80% del centro histórico de Dresde. Los vecinos que pudieron huir de las llamas hasta un parque vecino fueron ametrallados allí como conejos. La cifra oficial de 35.000 muertos en aquella noche es, posiblemente, una mentira piadosa de la historia. Dresde todavía está cicatrizando algunas de aquellas heridas. La iglesia de la Jungfrau se mantuvo en pura ruina, como memoria de la barbarie; sólo después de la reunificación alemana (1991) se pensó en restaurarla. Y se aceleró el lánguido proceso de recuperación para devolver su esplendor a una de las ciudades más nobles y hermosas de Europa.

La Florencia del Elba. Piropo un poco manido, pero que alerta sobre el cúmulo de riquezas artísticas levantadas a orillas de un río tan traicionero como el Arno florentino (según acabamos de ver). Ciudad barroca en este caso, gracias sobre todo al empeño del rey-sol de Sajonia, Augusto el Fuerte (1670-1733) y a la inspiración del arquitecto Pöppelmann, que firma buena parte de los palacios, reales o privados. Casi todo se asoma al río, a lo largo de lo que llaman terrazas de Brühl: la catedral católica, la ópera Semper (una joya por dentro y por fuera, aquí estrenaron Wagner, Weber o Richard Strauss), el Parlamento sajón, la Academia de Bellas Artes.

Incluso desde lo alto del Palacio Real, en segunda fila, se puede ver el río. La fachada norte, con el larguísimo Cortejo de los Príncipes en azulejos de Meissen, resulta casi intimidatorio. Pero lo más universal y precioso de Dresde es el Zwinger: antiguo invernadero palaciego diseñado por Pöppelmann, joya del barroco europeo, convertido en complejo museístico, con una de las pinacotecas esenciales de Europa, la Gemäldegalerie. No menos asombrosos son el Museo Albertinum y las Grünes Gewölbe (bóvedas verdes), un recinto que guarda los tesoros de la corte sajona, para entendernos: algo que dejaría pálida a la más fantástica cueva de Alí Babá. El casco antiguo está repleto de palacios barrocos (algunos convertidos en hotel de lujo), pero esa opulencia cortesana salpica las orillas del Elba en varios kilómetros. Aguas arriba, muy cerca, está el Palacio Pillnitz, una chinoiserie de Pöppelmann con una escalinata que se adentra en el agua, para permitir el atraque de las chalupas reales. Cerca están las casas de campo de Schiller o de Goethe, y otros palacios.

El Elba era utilizado como escenario de festejos palaciegos, pero también como vía comercial: aguas arriba, se puede navegar hasta la mismísima Praga (pasando al feudatario Moldava); aguas abajo, se sale a Hamburgo y al Mar del Norte. Hay pataches de carga todavía, pero sobre todo muchísimos cruceros de turistas. Desde Dresde a la Suiza sajona y Praga, los cruceros consumen tres días; entre Praga y Hamburgo, se demoran una semana. La Suiza sajona es la región fantasmagórica que arropa al Elba aguas arriba de Dresde, y fue bautizada así (y descubierta) por algunos pintores románticos, entre ellos Caspar David Friedrich. Los caprichosos bastiones de granito labrados por la erosión, formando inmensos e inaccesibles cañones, sólo pueden compararse a las no menos formidables fortalezas levantadas por los monarcas sajones; la más espectacular, Königstein, es toda una montaña en volandas, uno de los castillos más grandes del mundo.

Aguas abajo de Dresde, paralela al río, discurre la Weinstrasse o ruta del vino, que entrelaza las colinas de Meissen a Radebeul (meissen llaman al blanco seco y ligero que anima las tabernas campestres de la ruta). Meissen es la gran perdedora. A punto estuvo de ser la capital de Sajonia, pero Dresde se interpuso. Aun así, Meissen es otra ciudad que enamora de flechazo, con su castillo y catedral bien machihembrados (para que nadie dude de quién manda), sus callejuelas en cuesta, con desaliño medieval y, sobre todo, con su manufactura de porcelana: Augusto el Fuerte acogió a un puñado de alquimistas para que le fabricaran oro con el cual costear sus lujosas construcciones, y uno de ellos, un tal Böttger, le dio resultado, inventó esa mezcla sutil de caolín, feldespato y cuarzo, cuya fórmula fue guardada como secreto de Estado; los palacios europeos se llenaban de porcelana de Sajonia y Augusto, que era también rey de Polonia, llevaba a este país, para deslumbrar a sus súbditos, un juego de café que, ya entonces, valió más que todo el inmenso palacio de caza de Moritzburg; por cierto, otro de los enclaves mágicos cerca de Dresde, flotando sobre un lago rodeado de bosques: la alquimia y la magia son atributos del realismo sajón.

Localización

 

Cómo ir. Lufthansa (902 220101) tiene cinco vuelos diarios desde Madrid a Dresde vía Munich o vía Francfort, a partir de 347,88 euros, tasas incluidas. La mayorista Viva Tours tiene un interesante programa Fly & Drive Alemania a la carta, siete días con viaje de avión, coche de alquiler y alojamiento: el vuelo + coche de alquiler puede costar entre 297 y 385 euros por persona (según temporada y número de ocupantes del coche), a lo cual hay que añadir el precio del hotel que se elija.

 

 

 

 

 

 

Alojamiento. El Hotel Kempinski, alojado en el palacio construido en 1709 por Augusto el Fuerte para residencia de los invitados de la corte, y situado junto al Zwinger y la âpera Semper, es un lugar fuera de serie, pero ha sufrido las recientes inundaciones, como los monumentos vecinos, y espera poder abrir sus puertas de nuevo para primeros de octubre; información y reservas: 49 0351 49120. En el Hilton Dresden (An der Frauenkirche 5, +49 0351 86420) la doble cuesta a partir de 165 euros, y la suite, a partir de 400 euros.

 

 

 

 

 

 

Comer. Mario Pattis es un restaurante para gourmets, está en Merbitzer Strasse 53, 0351 4255248, y la comida (sin incluir bebidas) sale por 23-27 euros. El restaurant Caroussel, destacado por las guías gastronómicas más prestigiosas, practica una cocina francesa clásica con toques mediterráneos, está en la Bülow Residenz, en Rähnitzgasse, 19, 0351 80030, y cuesta entre 30-34 euros, sin bebidas.

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