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Tribuna
Columna
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La crisis del capitalismo

La semana pasada la prensa dedicó la casi totalidad de sus páginas a recordar los sucesos del 11-S, pero pasó casi desapercibido que en esa trágica fecha la economía americana había entrado ya en recesión. Un factor sobresaliente de la misma fue el vertiginoso desplome experimentado por la Bolsa que, por cierto, continúa todavía hoy.

El pinchazo de la llamada burbuja era inevitable, pero lo que todos ignorábamos entonces es que los escándalos financieros que inauguró el caso Enron iban a poner al descubierto que el mayor mercado de capitales del mundo estaba podrido hasta sus raíces y que sus altaneras entidades reguladoras no se había percatado de ello. Parafraseando a un amigo, ¡lo que no consiguió el marxismo-leninismo han estado a punto de lograrlo Enron y Arthur Andersen!

Desde entonces, los poderes legislativo y ejecutivo, así como algunas Bolsas y la Comisión de Valores estadounidense, la SEC, se han puesto frenéticamente manos a la obra para aprobar una serie de medidas diversas cuya finalidad es recuperar la confianza del inversor. También en Europa, cuyos mercados están tan alicaídos como el americano, se ha percibido la necesidad de tomar medidas drásticas.

Tres son los ejes de actuación elegidos por estos reformadores a la fuerza. Primero, se intentará que la contabilidad ofrezca una imagen veraz de la situación de las empresas y que esa situación sea contrastada por unas firmas auditoras liberadas de los conflictos de intereses que les plantea la posibilidad de ofrecer a sus clientes otras actividades igual o mejor remuneradas pero que, sin duda, les crean conflictos que hacen dudar del rigor e imparcialidad de sus juicios sobre la auténtica situación de las empresas auditadas.

El segundo frente de actuación se centra en asegurar el buen gobierno de las compañías y evitar la existencia de conflictos de intereses entre sus ejecutivos y los de la empresa. El punto clave es cómo potenciar la transparencia y responsabilidad de los consejos de administración sin sacrificar el espíritu empresarial y la capacidad de adoptar riesgos que constituyen la esencia del capitalismo.

Especial atención habría de prestarse a las empresas cotizadas en Bolsa, asegurando que el privilegio que supone atraer el ahorro del público se ve equilibrado por el cumplimiento de un código ético exigente al tiempo que sus consejos están compuestos por un grupo elevado de personas independientes y, en todo caso, que de estos dependen los comités de auditoria interna y remuneraciones -¡ por cierto, convendría que las propias sociedades rectoras de los mercados y sistemas de compensación y liquidación dieran ejemplo en este punto!-.

Simultáneamente, la posible existencia de conflictos de intereses -¿cómo asegurar, por ejemplo, que algunos administradores que con una participación accionarial mínima hacen y deshacen a su gusto sean los que paguen las consecuencias de sus decisiones en lugar de todos los accionistas?- obliga a imponer patrones de transparencia muy rigurosos.

Un tercer y último objetivo se refiere a los esfuerzos de las autoridades. Ya se hizo antes referencia a los planes puestos en marcha en EE UU. En Europa conocíamos hace unos días los proyectos del ministro de Hacienda alemán para reforzar las competencias de la Oficina Federal de Supervisión de los Servicios Financieros y aumentar la responsabilidad de los miembros de los consejos de administración.

En España no nos quedamos cortos: se ha creado una Comisión para la Transparencia de los Mercados -que pretende revisar y actualizar las recomendaciones de la Comisión Olivencia-; la Comisión de Codificación encargada de la reforma del Código de Sociedades Mercantiles ha subrayado la exigencia de transparencia a las sociedades cotizadas y el Gobierno amenaza con una Ley Financiera, que batirá el récord de disposición tipo cajón de sastre, regulando, se dice, hasta la longitud de las faldas de las secretarias de los consejeros.

Bien está el interés de nuestros gobernantes por la transparencia de los mercados, la fidelidad de las cuentas, la lucha contra los conflictos de intereses o la existencia de información privilegiada que favorece a unos pocos en detrimento de otros muchos, pero convendría no echar en saco roto esa gran verdad según la cual nadie puede velar mejor por sus intereses que uno mismo.

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