La sociedad abierta
Jordi de Juan i Casadevall analiza el proceso de ilegalización de Batasuna a la luz de las sociedades abiertas y cerradas descritas por Karl Popper. El autor aboga por el sistema educativo como fuente de tolerancia
La semana pasada el pleno del Congreso de los Diputados, con una amplia e inusitada mayoría que representaba al 90% de la Cámara, instaba al Gobierno a poner en marcha el procedimiento de ilegalización de Batasuna.
Se trataba de actuar un mecanismo previsto en la Ley de Partidos que coincidió en el tiempo con la suspensión de actividades del mismo partido activada por el juez Garzón, con base en las previsiones del Código Penal.
Legitimidad democrática y poder judicial se daban así la mano para poner fuera de la ley a aquellos que, al amparo de la legalidad formal, pretenden subvertir los más elementales principios en que se sustenta la convivencia en paz y libertad.
El imperio de la ley es uno de los caracteres más sobresalientes del Estado de Derecho.
Lo tienen muy claro los estadounidenses que definen la democracia como el gobierno de las leyes.
La ley, decía Hayek, es la medida de la libertad. Por eso se impone la ilegalización de los que, con un ropaje de legalidad formal, cooperan, ensalzan o participan de los objetivos criminales de bandas armadas cuya finalidad no es otra que la destrucción de nuestro sistema de libertades.
Para un demócrata es difícil entender que alguien pretenda, por la fuerza de la violencia, imponer sus ideas a los demás, sacrificando derechos tan elementales como el propio derecho a la vida.
Pero si difícil es entender el fenómeno criminal que supone cualquier forma de terrorismo, todavía más difícil es racionalizar el fenómeno sociológico que lo acompaña, es decir, el apoyo social que en forma de partido político, sindicato, asociacionismo, etcétera, lo ampara y le presta apoyo.
Las causas de esa supuesta legitimación social del terror hay que buscarlas en un ambiente social de intolerancia, radicalismo y cerrazón.
Es el ambiente que genera el totalitarismo, de derecha o de izquierda, o el nacionalismo exacerbado que niega todo derecho al individuo para sumergirlo y diluirlo en un ente colectivo donde el tribalismo, la etnia o el mito histórico engullen los derechos inalienables de la persona y, entre ellos, la libertad e incluso la vida. Es lo que el filósofo Popper denominaba la sociedad cerrada.
Ninguna sociedad está vacunada contra los males que describió Popper en su obra La sociedad abierta y sus enemigos. Tampoco la nuestra. Pero lo que está fuera de duda es que en lo que este filósofo define como la sociedad abierta está el antídoto de la intolerancia.
Popper contrapone sociedad abierta y sociedad cerrada. Esta última se caracteriza por el tribalismo, la negación de la idea de humanidad más allá de la pertenencia a la propia tribu, tendencia a la autarquía económica, el rechazo de la idea de universalismo, el temor a la expansión de la propia sociedad, el belicismo
La sociedad abierta está caracterizada por el humanismo, por el racionalismo, por el gobierno de la mayoría, el respeto a la minoría salvo cuando se trate de minorías violentas, la tolerancia universal, el esfuerzo individual, etcétera.
A nadie se le escapa que lo que Popper define como sociedad abierta no es otra cosa que la democracia liberal, la que se funda en el reconocimiento de los derechos de la persona, el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular y basa su Gobierno en el consentimiento de los gobernados.
Pero el modelo de democracia liberal no puede funcionar cuando en la sociedad no se comparten los valores de libertad o de tolerancia o cuando quien tiene responsabilidades de Gobierno no realiza una acción decidida en defensa de esos valores. O cuando sencillamente esos valores se sacrifican en beneficio de verdades absolutas, ajenas a toda discusión crítica, como los derechos del pueblo o sus irrenunciables exigencias de liberación nacional. Entonces estamos en la sociedad cerrada.
La sociedad abierta es un buen antídoto contra la batasunización de la convivencia en el País Vasco. El sistema educativo puede jugar un importante papel en la difusión de los valores de la tolerancia, la paz y la libertad, y en la cultura del esfuerzo personal para doblegar al destino frente a un destino marcado por el mito y por un supuesto determinismo histórico redentor.
Sólo falta voluntad política para ello. Los teóricos del soberanismo deben aprender que sin soberanía individual no hay soberanía colectiva por muy idílica que ésta sea.
Popper insinuaba que en toda democracia hay siempre el germen de la antidemocracia. Por ello, la democracia puede y debe defenderse frente a quienes pretenden destruirla. Es el viejo combate entre la fuerza de la razón y la razón de la fuerza. Entre la sociedad abierta y sus enemigos.