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Tribuna
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La temperatura laboral del otoño

La llegada del otoño va a coincidir con varios acontecimientos sociolaborales y políticos, algunos propios de esta época del año, pero otros revestidos de cierta novedad. Ejemplo de los primeros es la presentación de los Presupuestos Generales del Estado para 2003 y el inicio con ello de un debate que podría resultar de lo más sugerente.

No es poca cosa, por ejemplo, que el Gobierno haya decidido petrificar en el dígito 2 la previsión de inflación. Lo practica hace años, con el nivel de solvencia que muestra que las dos últimas veces la subida de precios haya sido el doble. Así ocurrió en 2001 y así va a ocurrir este año. Tampoco es irrelevante que el crecimiento del PIB lo fije en el 3%, es decir, aproximadamente lo mismo que anunció para 2002. Rodrigo Rato declaró hace un par de semanas que apenas superaremos el 2%. Vamos mejorando: aquí el error no llega al 50%.

Ajustar las cuentas del Estado con cifras como éstas tiene sus ventajas para el Gobierno. Por ejemplo, permite meterle mano una vez más a los bolsillos de importantes colectivos sociales, como los empleados públicos. También ayuda mucho a incrementar la diferencia que separa los salarios promedio que perciben los trabajadores, del salario mínimo que cobran algo más de 400.000 de ellos.

Con lo cual se refuerza la tesis de que este Gobierno hace cuanto puede para fomentar las desigualdades, incluso vulnerando la legalidad. Porque hay que recordar que el artículo 27.1 del Estatuto de los Trabajadores le obliga a fijar el salario mínimo teniendo en cuenta cuatro criterios, que sistemáticamente incumple, como también incumple hacer las obligadas revisiones semestrales si los precios superan la previsión.

Debido a la perseverancia del Gobierno, España ha conseguido que, según Eurostat y junto con sus habituales acompañantes en el tren de los retrasos de la UE -Grecia y Portugal-, estemos no ya sólo en el furgón de cola respecto de los salarios mínimos, sino que países que no suelen ir nunca en la cabecera de nada -en esto tampoco- tengan un salario mínimo que dobla el nuestro. Es el caso de Irlanda y el Reino Unido.

Pensando en las novedades del otoño, está por precisar cómo intentarán los empleados públicos responder al expolio anual con que el Gobierno trata sus salarios. Seguro que no van a resignarse, lo que puede contribuir a elevar la temperatura de una estación a la que se ha venido considerando proclive a las calenturas.

Que lo de los otoños calientes no sea más que otro tópico no quita que este de 2002, aquí, en España, pueda resultar movidito. Por ejemplo, está ya fijada la fecha para la gran manifestación que han organizado CC OO y UGT contra el decretazo, como también está comprometida una huelga general en la enseñanza contra la mal llamada Ley de Calidad. No son las únicas iniciativas en marcha.

Las direcciones de los sindicatos no se sienten felices con los derroteros que toman los acontecimientos. Si al conjunto del país, mirado globalmente, le han venido bien las prácticas concertadoras de estos años de atrás, significa que también a los sindicatos les hubiera venido bien prolongar dichas prácticas.

Pero el Gobierno se decidió por cambiar de tercio y, en ese símil, digamos que ha colocado las cosas en la suerte de varas. En ésas estamos. La sabiduría popular enseña que nunca están las cosas tan mal que no puedan empeorar. Y hete aquí que el trío de ministros formado por Zaplana, Arenas y Rato, interlocutores de los secretarios generales de CC OO y UGT en la ronda de contactos de julio, coincidieran en advertir que en la agenda del Gobierno está la reforma de la normativa sobre la negociación colectiva.

Como se conocen las intenciones, podría elevarse hasta la torridez la temperatura del otoño, aunque cabe prever que este Gobierno, pese a ser maestro en convertir asuntos de segundo orden en dramas nacionales, se lo pensará dos veces antes de cometer la estupidez de crear tamaño berenjenal tras el precedente del 20-J y ante la proximidad de unos comicios electorales susceptibles de metabolizar cabreos populares, aunque no tengan la culpa los alcaldes.

Precisamente porque el sentido común aconseja no echar más leña al fuego, hubiera sido oportuno que los ministros en cuestión dijeran a los líderes sindicales que esta reforma no es de especial urgencia y que, de abordarse, serían la patronal y los propios sindicatos quienes debieran marcar la pauta en un asunto que les es tan propio.

En lugar de eso se dedicaron a insinuar un a modo de chantaje, pues no de otra manera cabe calificar que afirmaran que, en el supuesto de que sindicatos y patronal no renovaran para 2003 su actual acuerdo para la negociación colectiva, el Gobierno 'actuaría'. Amenaza que, aunque sólo fuese por pura autoestima, al menos para el caso de los sindicatos, complica más de lo que lo ya está esa hipotética renovación.

Este tema merece próximos y más detallados comentarios. Sólo decir que forma parte de los aconteceres ambientales del otoño.

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