El bidé en España
Cuando viajas por el extranjero occidental, fuera de la órbita de influencia francesa, y recalas en un hotel o una vivienda normal, te encontrarás necesariamente con algo que llamará la atención, si es que te has fijado, cosa que dudo. Lo dudo porque no solemos reparar en la ausencia de lo que no se necesita. ¡En los cuartos de baño no existe el bidé!
Si te das cuenta de su falta puede que acudan a tu mente dos pensamientos dispares. Uno, estos tíos son unos marranos. Otro, qué listos son estos tíos; se han ahorrado un aparato superfluo.
Los hábitos sanitarios no pueden ser tan dispares entre unos países y otros. He de confesaros que me considero limpio y aseado y en toda mi vida he usado tal aparato. Por más que pregunto si se usa el susodicho, prácticamente nadie reconoce su empleo. El Diccionario de la Real Academia Española contiene una definición muy expresiva de la función del bidé: '(Etimología, del francés bidet). Recipiente de forma ovalada, sobre el cual puede una persona colocarse a horcajadas para lavarse'.
Casi todo el mundo suple tal funcionalidad con la ducha. De otro modo resulta incomprensible que un hotel extranjero, de superlujo, carezca de ese formato de porcelana sanitaria.
Nuestra legislación trata al aparato de marras de forma dispar. Poco a poco se ha ido imponiendo su obligatoriedad. En materia de viviendas, si se trata de las llamadas libres, es decir no acogidas a un régimen especial de protección público, no resulta obligatorio, pero como la mayor parte del planeamiento urbanístico se remite a la normativa propia de las viviendas de protección oficial -cuando no lo imponen directamente-, veamos su normativa técnica. Aquí, si se trata de viviendas de cuatro o más dormitorios, exige cuarto de baño con bidé, las demás pueden no tenerlo.
O sea que las familias numerosas deben de ser más limpias que las de pequeña composición. Sin embargo, hubo unas viviendas protegidas allá por el año 1976 que se llamaron viviendas sociales, cuya vida fue bien corta -duraron hasta 1978-, cuyos requerimientos técnicos determinaban la necesidad, siempre, de contar con el invento francés.
En materia de ordenación hotelera la evolución es curiosa. Hasta 1968 no está claro qué establecimientos deben contar en sus cuartos con él. Luego se reclama siempre en hoteles de lujo y algunas habitaciones en las demás categorías. A partir de 1983 se impone a los de cuatro estrellas.
Con las transferencias a las comunidades autónomas de esta competencia, las condiciones técnicas no son iguales en ningún sitio y más si consideramos la nueva categoría hostelera de vivienda rural.
Por cierto, la normativa turística se ha vuelto absolutamente obsoleta e ineficiente. Hoy, por el mero hecho de adquirir una categoría administrativa un hotel, lujo, cuatro y hasta una estrella, cara al cliente no significa nada y se puede encontrar con cualquier cosa.
De ahí que el marchamo de calidad y de enseña de producto lo den más la fama y la reputación del establecimiento en sí o por estar acogidos a las siglas de una cadena o por tener apelativos, además, propios de una marca colectiva con particulares requerimientos técnicos que en nada se parecen a los oficiales, o bien por recomendarse en publicaciones turísticas privadas de conocida solvencia (y esto hablando de hoteles, porque en materia de restaurantes la evolución ha sido mucho más rápida. Dudo que alguien se acuerde y tenga en cuenta la clasificación de varios o un tenedor aún vigente).
Esto ha ocurrido, y va a más, porque la catalogación pública no ofrece garantías al usuario.
Volviendo al célebre bidé, habremos de convenir que la legislación no reconoce su necesidad, puesto que no es exigible siempre, tanto en viviendas como en hoteles. Y si de verdad es útil sería imprescindible en todo caso.
Discriminar por el número de personas que habitan una casa o discriminar por el precio del alojamiento (aquí absolutamente supuesto, ya que el precio es libre, cosa que no ocurría cuando se dictó la primera normativa de exigencia hotelera a este respecto, en que los precios estaban ligados a la clasificación administrativa de los hoteles) resulta absurdo.
Si nos ponemos en cuestiones de diseño de cuartos baño, el bidé es un estorbo y encarece la construcción.
Que es un estorbo es fácil de imaginar. Partiendo de un cuarto de baño rectangular con cuatro piezas: puerta, bañera, lavabo y retrete (eufemísticamente denominado inodoro en las normas legales), se corresponden a los cuatro lados de la pieza. (Para los más entendidos o curiosos el bidé requiere, aproximadamente 0,8 por 1,2 metros, si lo ponemos junto al retrete permite un espacio, opuesto, para lavabo de 1,6 metros, que es un disparate).
Al introducir el bidé -quinta pieza- se descompensa geométricamente la solución ideal mínima de diseño. Os invito a que cojáis papel, regla y lápiz y lo comprobéis por vosotros mismos (apunto dimensiones: bañera, 0,7 x 1,7 metros; retrete, 0,8 x 1,2; lavabo, 0,6 x 0,8, y hay que dejar espacio para la circulación), en estos días, tal vez aburridos, de verano con vacaciones, midiendo incluso el cuarto de baño que tengáis más a mano.
Y, por otra parte, en cuanto a diseño y utilidad es mucho mejor sustituir el bidé por una señora ducha separada de la bañera. El costo de construcción encarece sin necesidad la vivienda o el hotel (calcula 0,8 x 1,2 metros necesarios para la pieza por unos 600 euros, y si quieres más lo multiplicas por el número de cuartos de baño que hay en España).
Bueno sería que el CIS encuestara a los españoles sobre el uso que hacen de esa cosa llamada bidé y la legislación siguiera el tono.
Espero haberos ofrecido un entretenimiento para algún tiempo muerto. Y al socaire del bidé pensemos en la necesidad de replantear la normativa de establecimientos hoteleros -aparte de las definiciones de las cosas, es decir qué es un hotel, qué es una pensión, qué es un restaurante-.
Una última reflexión, ¿qué piensas que puede ser más útil, cumplimentar una hoja de reclamaciones o mandar una carta a la Guía Michelin? Yo lo tengo claro.