_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Excelentísimo/a

En estos tiempos de calor, bueno es refrescarse, incluso, intelectualmente. Por eso me parece ocasión de plantear un tema que puede que sea frívolo, pero que importa socialmente a muchos e íntimamente ligado a las denominaciones identificadoras de personas físicas, jurídicas, actividades, bienes y servicios. Traigo la cosa a colación porque hace unos días asistí a una curiosa ceremonia que se ha impuesto generalizadamente en todos los centros superiores de enseñanza de España. Me refiero al acto de imposición de becas a los recién licenciados. Estos actos son en sí mismos un disparate histórico y una burda transposición de similares eventos en la universidades norteamericanas. Son simplemente un invento más de los que estamos acostumbrados y asombrados a ver en los últimos tiempos en que se mistifica y falsea burdamente la historia.

La imposición de becas a los licenciados no ha existido nunca. La beca era -repito era- un signo distintivo de los colegiales de los colegios mayores en el Antiguo Régimen. Su uso actual no pasa de ser un disfraz y como tal sujeto a jolgorio y concursos, nada más. Es algo parecido a lo que, sin duda, verán pronto nuestros asombrados ojos que consistirá en montajes festivos, con la colaboración de respaldo público de algún ayuntamiento muy progresista, de bautismos, primeras comuniones y confirmaciones de carácter meramente civil que bien podrán coincidir con el festejo de la inscripción de nacimiento en el Registro Civil, acabar la enseñanza primaria y el acceso a la pubertad, de igual manera que hoy se dan, aparecen como lógicas y admitidas esas especies de remedos de homilías que los oficiantes municipales se esmeran en pronunciar en los matrimonios civiles (pronto hasta se revestirán con algo parecido a una casulla). Volviendo a lo nuestro, en esa ceremonia de las becas que era, y esto es lo importante, en una universidad privada hubo abundantes discursos con acompañamientos musicales, y allí cuando se dirigían al director del centro, admito que se le llamara rector, le otorgaban el tratamiento de excelentísimo.

Como me chocó, me puse a investigar esta cosa de los tratamientos de las personas y los resultados son espectaculares. Tradicionalmente en nuestra legislación se solía indicar el tratamiento que recibirían las autoridades por razón del cargo, así en la vieja normativa administrativa y, por poner algunos ejemplos, expresamente se recogía el trato de excelencia para los ministros del Gobierno o a los jefes superiores de Administración; de ilustrísima para subsecretarios, algunos alcaldes o a favor de los presidentes de Diputación. Hoy todos esos tratamientos han desaparecido, no existen, porque las normas que los amparaban han desaparecido por derogación expresa. Ni siquiera cabe la apoyatura en una disposición transitoria (la 9ª) de la Ley de Funcionarios de 1964 (7-II) que se refiere a quienes tuvieran derecho -personalmente, no el puesto- a los tratamientos a su entrada en vigor, visto el tiempo transcurrido, hoy no es aplicable a nadie.

La única normativa vigente que se ocupa de la materia son las reglamentaciones de las órdenes (Carlos III, Isabel la Católica, Mérito Civil y demás otras muchas) que establecen el tratamiento de excelencia para los collares y Grandes Cruces y de ilustrísima para las encomiendas. También ese curioso artículo del Reglamento del Senado que da a los senadores trato de excelencia vitalicio -digo curioso, aparte de la pomposidad, porque no es aplicable por ser el Reglamento de las Cámaras una norma interna sin efectos al exterior-.

El tratamiento del Rey y su familia se recoge en el Real Decreto de 7 de noviembre de 1987. Y me falta la última y más vieja norma aplicable, nada más y nada menos que el Título XII del Libro VI de la ¡Novísima Recopilación! Que recoge disposiciones dictadas, y vigentes, de Felipe IV (de 1623) y Carlos III (de 1788), que entiendo no derogadas, ésta permite el trato de excelencia a los grandes de España (y sólo a ellos), la primera contiene algo muy sugerente: al escribir al Rey, debe dirigirse Al Rey Nuestro Señor, dársele el trato de Señor y la despedida debe ser, exclusivamente: Dios guarde a la Católica Persona de V. M.

Han cambiado los tiempos, es cierto, pero no estaría de más ocuparse de esta materia, puede que frívola, aunque de gran transcendencia social. Resulta incomprensible que las altas magistraturas del Estado carezcan de tratamiento que las ensalce. También es cierto que el uso indebido de este tipo de apelativos carece de sanción alguna, excepto de la social, del reconocimiento de la preeminencia por lo alto a la vanidad idiota por lo bajo.

Pero, si existe la tradición, es mejor encauzarla con normas que no dejar que funciones a su libre albur, que conducirá a su desaparición por abuso.

Archivado En

_
_