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Tribuna
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La restauración de los equilibrios en Europa

Los comienzos de este verano, tan agitados en los planos tanto internacional como doméstico, obligan a realizar un ejercicio de reflexión acerca de la turbamulta de acontecimientos y noticias que se ha producido y que han conducido a una situación de incertidumbre y desconfianza que, de perdurar, agravará los síntomas de quiebra de la cohesión social y económica que se vienen manifestando últimamente en nuestro continente.

El alejamiento de la realidad, el planteamiento de iniciativas poco estudiadas, y la renuncia, en bastantes casos, a los principios doctrinales y económicos en que se asentaba el marco de convivencia europeo, pueden estar en el origen del desasosiego que sienten los ciudadanos y de su desconfianza hacia los actuales responsables políticos, que parecen incapaces de responder a las demandas sociales planteadas.

Es posible que a solución se encuentre en poner los pies en la tierra, después de una larga y vertiginosa excursión por las nubes de la alta finanza, por las especulaciones empresariales y por el redescubrimiento de los aspectos más negativos del liberalismo.

En momentos como éste conviene echar la vista atrás para recordar cómo a lo largo del siglo XX se ha construido en Europa un sistema político y económico cuyo objetivo principal era el bienestar de la sociedad y la protección de los miembros más débiles de la misma. Pero para llegar a ese sistema, que ahora parece amenazado, los europeos han vivido primero la versión más tosca e inmisericorde del liberalismo económico, seguida de su propia ruina, que alumbró los movimientos totalitarios bien comunistas bien fascistas que pretendieron ser respuesta a una crisis de grandes proporciones y que sólo consiguieron llevar al continente el terror de los espíritus y el horror de la guerra.

Después de la guerra mundial, una parte de Europa quedó bajo la influencia soviética sin opción a plantearse otras alternativas; la otra parte, conocida como la Europa occidental que hoy conforma en líneas generales la Unión Europea, se afanó en las tareas de reconstrucción económica y política, poniendo en común los mejores valores del liberalismo y el socialismo, que contribuyeron al desarrollo democrático y al establecimiento de políticas públicas para el logro del llamado Estado de bienestar.

Ese marco fue el instrumento inestimable para la restauración de los equilibrios perdidos y hacer posible la puesta en marcha de un proyecto más ambicioso, cual era el de la construcción europea.

Lógicamente, el desenvolvimiento de tal proyecto de consenso y convivencia europeos durante los 30 años posteriores a la guerra no fue un camino de rosas: los altibajos y algunas crisis nacionales se sucedieron, unas veces por la política de bloques y la guerra fría, y otras veces por los procesos descolonizadores que afectaron a grandes países como Francia y el Reino Unido.

Pero ninguno de los accidentes del camino puso en cuestión el modelo económico-social establecido, que sorteó airosamente los diferentes obstáculos hasta los primeros años ochenta.

Tras la crisis de la energía registrada a mediados de los años setenta, la influencia de las políticas practicadas en el mundo anglosajón, capitaneado por los Estados Unidos, empezó a sembrar dudas acerca de la viabilidad futura del modelo social europeo, bajo cuyo manto se podían encontrar el centro-izquierda italiano, la socialización republicana francesa y los socialistas alemanes y escandinavos. Los abultados déficit presupuestarios, que requerían saneamiento, parecían apoyar las tesis sobre el agotamiento del conjunto de las políticas imperantes.

Los gobiernos europeos, muchos de ellos socialdemócratas, desecharon la opción de sanear las cuentas públicas sin abandonar los fundamentos doctrinales que les daban su propia razón de ser. Descubrieron el mercado y se afanaron en potenciar sus virtudes con el abandono progresivo del andamiaje de contrapesos públicos necesario para mantener los equilibrios tan costosos de obtener.

Al principio, la justificación de los sacrificios se basaba en la necesidad de restablecer la ortodoxia de los presupuestos públicos como medio para garantizar el bienestar futuro. No sin críticas y agitación social tales objetivos se fueron consiguiendo, pero la inquietud aumentó cuando el discurso restrictivo no parecía tener fin.

El descrédito de todo lo público, alentado a veces desde gobiernos tenidos por progresistas, y el ensalzamiento desmesurado de las llamadas políticas liberalizadoras fueron el pórtico para entronizar en la Europa occidental la ley del capitalismo financiero, ajena a la tradición continental, que durante los últimos 10 años ha corroído el modelo político-económico de convivencia.

Si a ello se añade la falta de respuesta a problemas sociales como el de la seguridad y la inmigración, nos encontramos con que el contrato social entre gobernantes y gobernados está en el umbral de la ruptura, y desde luego no por culpa de los ciudadanos.

Las obras completas de las políticas jaleadas en estos años ya se van manifestando: concentraciones de poder empresarial y financiero que sobrepasan a los gobiernos, crisis financieras de empresas emblemáticas, algunas con apariencia de verdaderas estafas, y constante desprecio del capital humano no se sabe en nombre de qué propuesta de mundo mejor. En fin, son algunos polvos que han traído los lodos de inquietud y contestación social incluso en España, donde la conciencia ciudadana es aún muy débil.

Las elecciones sucesivas que se vienen produciendo en Europa, las últimas en Francia, están enviando un mensaje claro de disconformidad con las situaciones existentes y, por tanto, no parece lógico seguir insistiendo en la práctica de políticas que suscitan el descontento y el hartazgo de los ciudadanos.

El problema no es de giro a derechas o a izquierdas, frontera muy diluida por mor de los mercados y la nueva economía, sino de rescate de un modelo político-económico puesto en almoneda por una mal entendida modernización de la economía europea.

El instinto de conservación que tienen los políticos europeos hace presumir que el conjunto de cambios de gobierno que ya se han producido, más el que se intuye en Alemania, puede suponer el principio de la restauración de los equilibrios perdidos para rescatar la cohesión social, gravemente lesionada en la actualidad.

Lo chocante es que la responsabilidad de ello recaiga inicialmente en gobiernos de derecha o de centro-derecha; pero, al fin y al cabo, todos forman parte del tronco ideológico común de la Europa democrática y equilibrada de la segunda mitad del siglo XX.

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