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Columna
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Hoy no es un día cualquiera

Antonio Gutiérrez Vegara

Desde que se convocó la huelga general que hoy se realiza, el Gobierno ha mantenido dos velas encendidas, pero las dos al diablo de la confrontación. En la lógica pugilística del presidente del Gobierno se han lanzado todo tipo de invectivas contra los sindicatos y anunciado catástrofes varias para la economía española por culpa de la huelga.

Más obsesionados con 'ganarle el partido' a los convocantes que reflexivos a la hora de calibrar sus jugadas para recomponer el diálogo social, precipitaron la aprobación de la reforma por decreto en el Consejo de Ministros y su convalidación en el Parlamento.

Sin embargo, lejos de desactivar la protesta, la han promovido concitando el apoyo de diversos sectores que no están directamente representados por los sindicatos, escritores, actores, deportistas, etcétera, y el desapego de sus socios parlamentarios. Mostrando, unos, el malestar acumulado por la deriva autoritaria del Gobierno en muchos otros campos de la vida política, más allá de la reforma de las prestaciones por desempleo, y, los segundos, la incomodidad de verse asociados con tales comportamientos gubernamentales.

Para las vísperas han dejado la determinación de los servicios mínimos en servicios esenciales para la comunidad, como si por las formas empleadas -convocados en domingo al Ministerio de Fomento y sin margen para negociarlos- y por los altos niveles de actividad preestablecidos se hubiera buscado el desacuerdo, tener otro pretexto más para indisponer a la opinión pública contra los sindicatos y cuestionar de antemano los resultados de la huelga, atribuyéndoselos a la coacción o a la imposibilidad material de acudir al trabajo. El subsecretario de Fomento primero, el ministro a continuación y a coro después el resto del gabinete y los dirigentes del PP han abundado en el cariz partidista de la convocatoria, afirmando que se rechazan ahora los servicios mínimos que se le aceptaron a un Gobierno del PSOE en la última huelga general de 1994. Pero no es cierto.

En aquella ocasión, tras algún acuerdo parcial en el transcurso de las conversaciones para fijarlos, se acabó en desacuerdo global, levantándose el acta correspondiente que debe estar en los archivos del ministerio y debería conocer el señor Álvarez-Cascos. En todo caso, ni en la de 1994 ni en ninguna de las anteriores se registraron incidentes apreciables, ni hubo situaciones de emergencia sin atender, porque a pesar del rechazo sindical a los decretos de servicios mínimos se actuó con total responsabilidad e incluso se previeron medios de transporte para el traslado de pacientes a los hospitales allí donde las autoridades pretendieron culpar a los sindicatos de la ausencia de ambulancias que ellos, por negligencia o intencionadamente, habían olvidado incluir en sus decretos gubernativos.

Como tampoco dice toda la verdad el presidente del Gobierno cuando hasta ayer mismo advertía, en el tono amenazante que usa con profusión creciente, que no acatar los servicios mínimos decretados era incumplir la ley y hasta la Constitución. Porque como han demostrado multitud de sentencias favorables a los recursos sindicales, tanto de tribunales nacionales como del Comité de Libertad Sindical de la OIT, quien vulnera el derecho constitucional a la huelga es quien decreta servicios mínimos abusivos.

Amedida que han ido constatando que la convocatoria podía obtener una amplia repercusión han iniciado otro camino que obstaculiza el proceso a partir de mañana: la contraposición de legitimidades. La del Gobierno y la del Parlamento, por un lado, y la de los sindicatos, por otro. Que el Gobierno se legitimó en las urnas es una obviedad que nadie ha puesto en cuestión, como lo es también que quienes consiguen un gran respaldo social en su oposición a determinadas políticas están legitimados para reclamar del Ejecutivo una reconsideración al respecto.

En cuanto a parapetarse en el Parlamento para eludir la negociación de la reforma sobre nuevas bases, bastaría con remitirse a los precedentes de las huelgas generales de 1992 y de 1994, tras las cuales el entonces Gobierno socialista hizo lo propio, para comprender que no es la manera de evitar la conflictividad sino que, por el contrario, la remite a todos los ámbitos de las relaciones laborales sin rebajar las tensiones entre el Gobierno y el movimiento sindical. Repetir el error es contumacia.

La jornada de hoy no es intrascendente para nadie. Seguramente los sindicatos harán propuestas para evitar ésta reforma sin facilitar pretextos de procedimiento que encallen la gestión de la huelga, pero sobre todo ha de ser el Gobierno el que además de tender la mano se desprenda de la piedra que bloqueó el diálogo social, aunque esté estampada en el Boletín Oficial del Estado. æpermil;ste también admite correcciones, que serían bienvenidas si son acordadas.

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