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Viajes

Demonios en peligro de extinción

La Declaración de Galápagos es un alegato más, en este 2002 consagrado al ecoturismo, para proteger uno de los enclaves más preciosos del planeta

Cerca de 30 ministros o embajadores, representantes de la OMT y de diversos programas de Naciones Unidas estampaban el pasado 31 de mayo en la isla ecuatoriana de Santa Cruz su firma en un documento muy prolijo. En el cual, como suele ocurrir en estos casos, lo más valioso no son las palabras y considerandos, siempre elevadísimos y etéreos, sino el gesto mismo, la voluntad de engrasar los engranajes: para proteger más a uno de los lugares más protegidos. Las Galápagos fueron declaradas Parque Nacional de Ecuador en 1959. Sólo en los años setenta se inició un tímido turismo. En 1998 se dictó una ley especial que acorazaba aún más al archipiélago, esta vez incluyendo sus aguas como reserva marina. No es difícil ir, visitar las Galápagos con respeto. Pero es bastante peliagudo tomarle el número cambiado: por ejemplo, un yate particular que quiera fondear allí tendrá que pagar 200 dólares por persona y día, o sea, que una excursioncita de 10 días puede costarle a la familia unos dos millones de las antiguas pesetas.

Y pensar que antes estas islas eran menospreciadas. Las descubrió para la historia (1535) un obispo naufragado, fray Tomás de Berlanga; luego otros caballeros españoles, desertores posiblemente, tuvieron la fortuna de dar con sus calados huesos en las que pronto aparecerían en los mapas como las Encantadas. Fueron, en efecto, un verdadero encanto para corsarios y balleneros, que las tomaron como despensa para aprovisionarse de carne fresca, la de unas tortugas gigantes o galápagos que acabarían dando nombre genérico al archipiélago. En 1835, el buque Beagle desembuchó, entre otros pasajeros, a un joven naturalista llamado Charles Darwin, el cual maduró allí una extraña teoría sobre el origen de las especies. Un par de lustros más tarde, también las visitó (¿o no?) Herman Melville, quien escribió unas crónicas (luego cuentos) que pintaba a las Encantadas como lugar infernal poblado por monstruos y demonios (las pobres iguanas). Tienen bastante literatura encima, estas Encantadas, incluso thrillers.

Y es que son algo realmente muy especial. No sólo hay varias clases de tortugas e iguanas (terrestres, marinas), también hay lobos de mar, focas, pingüinos, aves marinas, cangrejos y otros bichitos que han evolucionado aquí a su aire, sin contacto con el resto del mundo. Y no sólo es diversidad animal, también de flora, de rocas y lavas, de paisajes. Estas islas son bastante más de lo que cabe en una sola etiqueta. Los paisajes mondos de las islas Plaza nada tienen que ver con la fragosidad tropical de Santa Cruz, los volcanes activos de Isabela, los fondos hialinos de Bartolomé, los manglares, las playas de arena de coral. Son unas 15 islas grandes, algunas medianas y un centenar largo de islotes o escollos. Sólo cinco están parcialmente habitadas: Santa Cruz, con el núcleo mayor; Puerto Ayora (12.000 habitantes); San Cristóbal, donde está la capital administrativa; Puerto Baquerizo (6.000 almas); Floreana (100 vecinos); Isabela (la más extensa) y Baltra, que es como un apéndice de Santa Cruz y donde está el aeropuerto (es sólo base militar, desde la Segunda Guerra Mundial).

Cada una de las islas mayores posee sus propios atractivos. San Cristóbal, célebre por sus oleajes (se practica surf, y buceo) oculta un lago dulce en el cráter de un volcán, cerca de Puerto Baquerizo Moreno. Santa Cruz impresiona por su vegetación tropical y sus manglares. Floreana está llena de trágicas leyendas, y cuenta con las Cuevas de los Piratas y con la más estrafalaria oficina de correos: un barril del siglo XIX en el que los vagamundos depositaban sus misivas. Isabela, la más grande, está formada por seis volcanes, cinco de ellos activos. Genovesa es conocida como Isla de los Pájaros, por las variadas colonias de aves que allí anidan, cosa que también sucede en la Española. Santiago, con áridas costas y frondosas montañas, alberga focas peleteras y lobos marinos; éstos se dejan casi tocar en las islas Plaza, una de las paradas obligadas en todas las excursiones.

Sólo un 3% del terreno está habitado o sometido a usos agrícolas o pesqueros: todo el resto es parque nacional, archisagrado. Los pescadores no son muchos (85 botes artesanales); es por tanto el turismo la actividad que más pesa. Unos 80.000 turistas al año visitan Galápagos; hay 56 sitios terrestres en los que se permite la visita, y unos 60 marinos; 83 embarcaciones (y otras tantas empresas) tienen licencia para hacer soñar a sus clientes, en excursiones que pueden durar un día, cuatro, ocho: algunos barcos son hoteles de lujo. Y hay en tierra, hoteles de todo tipo, de lujo asiático o simpáticas guaridas de mochileros. Esta mescolanza da a Puerto Ayora un gran encanto. Allí está la Estación Científica Charles Darwin, desde donde se pilota la repoblación de tortugas. El puerto, las calles multicolores de aspecto caribeño, llenas de tiendas, los cafetines y terrazas nocturnas (con grupos que tocan en vivo para media docena de privilegiados), el ajetreo de bicis, barcos y fauna humana hacen de Puerto Ayora, uno de esos lugares únicos en los que a uno le gustaría perderse, al margen de tortugas. Con la ventaja de que, gracias a ellas estas islas van a seguir siendo siempre, sin peligro ni amenaza, el lugar ideal para perderse.

Cómo ir. Si no se va en viaje organizado, desde España o desde Ecuador (resulta más rentable), se puede organizar uno mismo el viaje tomando el avión de la compañía Tame que sale cada mañana desde Quito o Guayaquil y lleva a Baltra. Una vez allí, lo más conveniente para visitar las islas es contratar una excursión en Puerto Ayora (hay cerca de un centenar de agencias), que puede ser de uno o varios días y ofrecer diversas modalidades; es la mejor manera de moverse, ya que la otra opción sería alquilar un barco. La entrada al parque es de 100 dólares (106 euros) por persona.

Alojamiento. En la isla de Santa Cruz, a 18 kilómetros de Puerto Ayora, acaba de abrir sus puertas el Royal Palm; se trata de un resort de lujo que hace gala de un refinamiento y gusto exquisitos. Las habitaciones se encuentran en villas diseminadas por un extenso bosque de cafetales y vegetación tropical, y cuenta con piscina, spa (balneario), observatorio lunar y estelar, restaurante, etc. Los precios van desde 310 dólares (329 euros) las dobles más sencillas en temporada baja, a 950 dólares (1.010 euros) la suite imperial -a eso hay que sumar, como en toda la hostelería de Ecuador, un 12% de IVA más un 10% de servicio- (carretera de Baltra km 18, 00 593 5 527409). Más sencillo, en pleno centro de Puerto Ayora, el Hotel Angermeyer tiene habitaciones dobles por 98 dólares (104 euros), más tasas, incluido el desayuno (Avda. Charles Darwin y Piqueros, 00 593 5 526177).

Comer. Las comidas se hacen, por regla general, en el mismo barco en que se hacen las excursiones por las islas. Para las cenas, el local más agradable es Angermeyer Point, un restaurante de cierto refinamiento estratégicamente situado sobre una punta retirada, desde la cual se abarca la bahía y las luces de los barcos fondeados; hay que ir en barco-taxi (Punta Estrada, 00 593 5 526452). Otro restaurante aceptable es Garrapata, en avenida Darwin, la calle principal de Puerto Ayora. En esa misma calle, el Café Habana ofrece por la noche música en vivo al aire libre.

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