Ante la séptima
Hace unos días me encontraba en una reunión de empresarios y ejecutivos en la que, en un momento dado, se planteó el tema de la huelga general anunciada para el próximo 20 de junio, la séptima desde la llegada de la democracia, hace ahora 25 años. Como era la única persona del grupo a la que se identificaba con la adscripción socialista todos me miraron reclamando mi opinión al respecto, con tono respetuoso pero inquisidor, afirmando y preguntando a la vez si era una huelga política.
Ante todo no pude negar la evidencia, porque es una huelga tan política como la del 14-D de 1988, es un pulso sindical al Gobierno como lo fue en aquella ocasión, y naturalmente nadie puede objetar su legitimidad en este aspecto.
Sin embargo, también me atreví a añadir que el éxito de la huelga dependerá del grado de descontento de los trabajadores del país, porque en mi opinión no vivimos en el mejor de los mundos. Si bien es cierto que en los siete años de gobierno del PP la tasa de paro ha descendido desde casi el 24% a algo más del 11%, y esto debería tener satisfecha a la población laboral, también es cierto que esta tasa está tristemente entre las pioneras de Europa, que el salario mínimo español es significativamente inferior al de nuestros vecinos Francia, Italia, Reino Unido, incluso Grecia y que lo mismo ocurre si nos comparamos en términos de salarios productivos, de acuerdo con los datos que acabo de comprobar en la hemeroteca de The Economist.
A este descontento genérico podríamos añadir el de las personas que tienen miedo a perder el empleo en empresas multinacionales, que deslocalizan la producción en un abrir y cerrar de ojos, como se ha demostrado en casos recientes como los de Lear y Fontaneda, y el de aquellos que ven cómo deberán acabar aceptando trabajos en ocupaciones que no les satisfacen en absoluto porque no consideran adecuadas a su perfil profesional y expectativas.
Por todo ello los sindicatos saben que pocos le van a hacer ascos a la convocatoria de huelga general, sobre todo desde que se les ha azuzado con la aprobación unilateral del decreto ley de reforma del paro.
He leído casi todo lo que se ha publicado al respecto y aún no he entendido por qué no se han agotado todas las vías de diálogo para encontrar una solución al problema del abuso en el cobro de las prestaciones. No entiendo que los representantes de los trabajadores no sean sensibles ante disfunciones tan obvias como que tengamos algo más de dos millones de parados y que cada año se queden sin cubrir cerca de un millón de empleos, que en su mayor parte se cubren con inmigrantes porque los desempleados rechazan más de 400.000 ofertas por considerarlas inadecuadas a su perfil profesional.
La labor del Inem como intermediario laboral es francamente ineficiente y no creo que las medidas decretadas por el Gobierno contribuyan a mejorarlo. Asimismo comparto totalmente la opinión sindical de que el seguro de desempleo es un derecho por el que se cotiza regularmente y no una prestación que concede de manera graciable el Estado.
æpermil;stos y otros muchos de los temas contemplados en el decreto podrían haberse dialogado, negociado y eventualmente acordado. A todo ello no parece que sea el mejor momento para aplicar estas nuevas medidas cuando el Inem ha tenido un superávit de 3.500 millones de euros.
Tampoco entiendo, desde un punto de vista meramente táctico, que se aborde la impopular reforma del PER cuando la cumbre europea se va a celebrar precisamente en Sevilla, con lo que se atiza la huelga en Andalucía. El éxito de la cumbre no es materia de Aznar, ni del Gobierno, sino de todo el Estado.
El último capítulo del desencuentro parece de manual del despropósito, tampoco se está siendo capaz de negociar positivamente el tema de los servicios mínimos, en general, y en particular en un sector tan crucial como el del transporte.
Si el Ministerio de Fomento defiende la intermodalidad de sistemas y servicios y trata de centralizar todas las decisiones y detalles en este sector, no es de recibo interpretar la huelga como un conflicto sectorial y plantear la negociación a través de acuerdos parciales por empresas como Renfe, AENA, Iberia y Puertos del Estado. Si una estratagema de este tipo pretende restar poder de negociación a las centrales sindicales, es como mínimo ingenua e innecesaria, sobre todo cuando la solución sería la de copiar el contenido del acuerdo aplicado en la huelga general del 27-E de 1994.
Una vez más salta a la palestra la urgente necesidad de regular de forma coherente y consistente el sistema de fijación de los servicios mínimos que protegen el derecho a la movilidad de los ciudadanos y al trabajo, de los que no comparten la protesta, así como el propio derecho de huelga.
No puede ser que cada vez que se plantea el conflicto nos coja desprevenidos y se deba empezar de nuevo a discutir, negociar y visualizar un nuevo campo de desacuerdo.
De todas formas, confío que en los escasos días que quedan se culmine el acuerdo. Precisamente el respeto y cumplimiento de estos servicios mínimos de garantía será un elemento decisivo para dar credibilidad a la razón de los convocantes de la huelga general.