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Tribuna
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Empleo, paro y quietud

Decían los profesores de matemáticas en la antigua enseñanza media que acertar en el planteamiento de un problema suponía casi avanzar el 85% de su solución. Algunos ingratos oportunistas tienden a olvidarlo, pero José María Aznar accedió al Gobierno en 1996 en una determinada situación, que los populares habían estigmatizado de manera muy efectiva como de paro, despilfarro y corrupción, en la estela de otras tríadas definitorias como aquella de la república de sangre, fango y lágrimas acuñada cuando entonces por José María Gil Robles, otro inolvidable líder de la derecha. Si creyéramos a Luis María Anson, los conspiradores encargados de sostener las temperaturas de incandescencia para sacar a los socialistas del Gobierno habían decretado el vale todo contra Felipe González y en su fervor aznarista combatiente llegaron a rozar la inestabilidad del Estado.

Procedamos al examen de la regeneración democrática que algunos prefirieron llamar segunda transición, preconizada por los populares durante sus campañas, pero hagámoslo en orden inverso.

Examinemos primero el asunto de la corrupción. Puede que la corrupción durante la etapa del PP haya supuesto un seísmo del mismo o mayor grado en la escala de Richter que el sucedido bajo el periodo socialista, pero reconozcamos que la de estos seis años ha carecido de visibilidad y que el aparato mediático muy controlado ha rehuido hacer escándalo o espectáculo alguno a ese propósito. De Villalonga a Gescartera, pasando por las pingües privatizaciones, podrían rastrearse asuntos de gran calado, pero apenas han saltado al conocimiento público algunas minúsculas esquirlas de escasa significación. Como la cuestión del despilfarro de los populares deberemos analizarla como pieza separada en otros momento, sólo resta centrarse en la prioridad del pleno empleo de la España que empieza a resurgir.

El Gobierno del PP siempre estuvo dispuesto a discutirle a sus predecesores del PSOE cualquier acierto en la cuestión del empleo. Ni siquiera aceptaba que la tasa de desempleo era susceptible de aumentar pese al crecimiento real del empleo si, como era el caso, simultáneamente se producían nuevas incorporaciones de contingentes más numerosos a la población activa como estaba sucediendo sobre todo como resultado de la gran cantidad de mujeres que salían por primera vez del ámbito doméstico en demanda de trabajo. Pero después de algunos intentos, el Gobierno vino en reconocer que la variable desempleo se comportaba de modo insatisfactorio pese a la época de bonanza económica de los años populares. Fue entonces cuando se decidió atacar el problema desde el ángulo de la estadística. Porque una vez detectada una clara incapacidad para reducir el desempleo, se trataba al menos de proceder al maquillaje conveniente para que su reflejo estadístico disminuyera. æpermil;se fue un sistema muy desarrollado por Margarita Thatcher que modificó hasta ocho veces la forma de computar el paro hasta que logró las cifras satisfactorias que andaba buscando.

Algo se ganó alegando que el sistema estadístico de la UE obligaba a modificar la encuesta de población activa, pero el resultado seguía siendo insatisfactorio. Y así hemos llegado al decretazo presente. Ahora la norma legal dejará fuera de las filas de los parados a quienes se desvíen de la nueva definición. Seguirán sin empleo pero dejarán de ser parados y de tener derecho a percepción o subsidio alguno. En definitiva, vendrán a constituir una nueva categoría, una especie de limbo laboral, el de la quietud, según expresión acuñada por Carlos Llamas en su programa Hora 25 de la Cadena SER. Es decir que un nuevo contingente, el de los quietos, aparece pues bien diferenciado del de los empleados y del de los parados.

Cabe pronosticar que en esa nueva categoría de la quietud se producirán numerosísimas incorporaciones procedentes de las otras dos. Los despedidos que carezcan del subsidio y los parados a los que el Inem considere desertores avanzados de empleos idóneos conforme a la óptica burocrática que se fije en cada momento.

Pero de los quietos y la quietud, se impone pasar al fenómeno del quietismo. Para ello es una ayuda decisiva acudir al Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora. Baste saber por ahora que se trata de una doctrina teológica y a la vez una posición metafísica, entendida como disciplina de salvación más que camino de conocimiento. En todo caso, el quietismo pone siempre el acento en la contemplación, a la cual se otorga superioridad sobre todos los actos morales y religiosos y en un sentido más general como doctrina sostiene la impotencia del hombre, ante la inexorabilidad de la razón universal que llamaríamos globalización o del destino inescrutable de las multinacionales, de modo que haga inútil todo esfuerzo de orden personal para escapar a tales poderes superiores.

O sea que pronto los quietos cambiarán la faz de nuestro país y el aspecto de nuestras calles después de haber mejorado sensiblemente las estadísticas de Rodrigo Rato.

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