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Tribuna
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Antecedentes del 20-J

Julián Ariza analiza el comportamiento del Gobierno y los sindicatos en los ocho últimos años y su actitud actual ante la convocatoria de huelga general para el día 20. El autor advierte lo cara que puede resultar la reacción del Ejecutivo

En los primeros meses de 1994 se produjo un ajuste en la línea de actuación de CC OO y UGT, caracterizada hasta entonces por el duro pulso mantenido con los Gobiernos socialistas en demanda de un giro hacia la izquierda en las políticas económicas y sociales.

El cambio de línea vino determinado porque, tras varios años de pelea y ante la evidencia de que el Gobierno estaba dispuesto a sostenella y no enmendalla, unido todo ello a la complicidad de una derecha emergente, que no dudó en respaldar en el Parlamento la muy negativa reforma laboral aprobada en enero de aquel año, llevó a los sindicatos a la conclusión de que la posibilidad de conseguir el deseado giro en la política económica resultaba inviable.

Consideraron también que aquella y otras reformas anteriores no eran más que la confirmación del progresivo retroceso del papel tutelar del Estado en las relaciones de trabajo y que, por tanto, era obligado rellenar los vacíos producidos por ese retroceso mediante un sobreesfuerzo en el desarrollo de la capacidad negociadora y contractual de los sindicatos, particularmente con las patronales de sector y la confederal (CEOE), tanto a través de acuerdos interconfederales como de los derivados de la negociación de convenios colectivos.

Para los sindicatos estaba claro que, de cara al futuro, la interlocución con los poderes públicos no podría en absoluto soslayarse, pues, al fin y a la postre, el Estado y sus instituciones son determinantes en la orientación de las políticas redistributivas, de empleo y de cohesión social. Pero así como en el periodo anterior la acción sindical estaba centrada en presionar a fondo para un cambio de orientación general de la política económica, desde 1994 para acá el enfoque ha sido más matizado y pragmático, se ha dirigido hacia problemas específicos, tratando de negociar las soluciones con quien correspondiera y procurando siempre llegar a acuerdos. El listado de lo hecho estos años en aplicación de esta política es extenso e ilustrativo.

En el camino se quedaron las relaciones privilegiadas e incluso fraternales de los dos grandes sindicatos con los partidos históricamente más afines. Desde entonces hay fijado un punto de no retorno en la autonomía sindical, en cuyo trasfondo late el factor positivo que en sí mismo encierra la autonomía, pero también otro factor, no positivo, como es la desconfianza hacia la idea de que los cambios de Gobierno puedan ser, por sí solos, la solución para desatascar demandas o satisfacer determinadas aspiraciones de los trabajadores.

Con estos antecedentes produce sonrisas escuchar, día tras día, a los portavoces del Gobierno, que la convocatoria de huelga general para el 20 de junio responde a motivaciones no ya políticas, sino partidarias.

Como no cabe creer que tengan tanta ignorancia sobre lo que ha pasado en la reciente historia sindical de nuestro país, no queda más remedio que pensar que se trata de un burdo ejercicio de distracción para eludir su responsabilidad, no sólo en la impresentable contrarreforma que han puesto en marcha, sino en haber dilapidado de forma incomprensible el balance favorable que tanto en términos económicos como sociales y políticos han supuesto todos estos años de diálogo y concertación social.

Quizá sea esto último lo que a la larga puede resultar más caro para todos. Frente a una estrategia sindical basada en una demostrada y demostrable ponderación y sensatez a la hora de las reivindicaciones, y asentada en la apuesta por la negociación y la búsqueda de acuerdos, sobre todo lo que afectara al mundo del trabajo, el Gobierno ha tirado por la calle de en medio, poniéndolo todo patas arriba y situando al país ante un nuevo escenario que destruye buena parte de lo construido a lo largo de estos últimos ocho años.

Si la mezcla de soberbia y crispación que nos muestra estas últimas semanas el presidente del Gobierno no le impidiera reflexionar serenamente sobre el absurdo desaguisado cometido, es probable que la sucesión de disparates con que ahora lo está acompañando fuese menos grotesco. Tratar, por ejemplo, el derecho de huelga, al que nuestra Constitución le otorga rango de fundamental, no como un derecho a proteger por los poderes públicos, sino como un malévolo instrumento que puede subvertir el orden establecido, es otro de los tics franquistas que con frecuencia creciente nos regala el Gobierno.

Sería, por cierto, saludable para la democracia que la dirección de la CEOE saliera al paso de esa bochornosa circular de la Dirección General de la Policía, que, emulando a la extinta Brigada Política y Social -la policía política de la dictadura-, exige a los empresarios que actúen de informadores suyos sobre el seguimiento de la huelga.

La génesis de esta huelga no responde a un apriorismo de los sindicatos, que les habría conducido a eludir la negociación de las reformas. Todo lo contrario. En el trasfondo de la convocatoria está, además del intento de que no tomen cuerpo unas medidas que, explícitamente, el Gobierno conocía de antemano que eran sindicalmente inasumibles, evitar que se desplome la estrategia de diálogo y concertación social mantenida desde el año 1994 y que, globalmente, los sindicatos consideran que ha sido acertada.

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