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Tribuna
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El rubicón de Aznar

La convocatoria de huelga general por los sindicatos suscita reacciones muy dispares. Un experto en temas laborales y una economista exponen sus diferentes puntos de vista con respecto a los motivos del paro

Por qué ha planteado el Gobierno estas reformas -del desempleo y del despido laboral- y por qué lo ha hecho al final de la presidencia española de la UE? Abundan las hipótesis, pero con certeza nadie parece saberlo. Entre otras cosas porque tampoco el Gobierno se ha tomado la molestia de explicarlo. Esto choca con las prácticas de la UE, donde es imperativo que cada proyecto vaya acompañado de su evaluación de impacto. Inexistente en este caso; tampoco se ha realizado diagnóstico previo alguno, cuestión habitual en anteriores procesos de concertación.

El Gobierno acusa a los sindicatos de no proponer alternativas y de no querer negociar, de convocar una huelga desproporcionada, por motivaciones políticas y en una fecha que perjudica los intereses nacionales. En realidad, los sindicatos sí propusieron una alternativa, aunque, lógicamente, no dentro de la que planteaba el Gobierno.

Cualquiera que haya negociado sabe que lo primero que se negocia es el marco de negociación. Nadie acepta negociar en una lógica de sentido único, impuesta por el otro: salvo que lo que se negocie sea la rendición. Menos aún después de la experiencia de las negociaciones de 2001, sobre la reforma del mercado de trabajo, en las que los sindicatos se vieron tratados por el Gobierno como comparsas.

De otro lado, las medidas ahondan y empeoran las reformas del Gobierno socialista sobre desempleo, de 1992, y sobre el mercado de trabajo, de 1994. En ambos casos los sindicatos respondieron con una huelga general. Tampoco estas medidas son menores, porque se aplican sobre unas relaciones laborales mucho más degradadas, de las que han provocado recientemente en Italia una huelga general y multitudinarias protestas... No es, por tanto, la proporción de los sindicatos la que ha cambiado sino la del señor Aznar, desde que estaba en la oposición a cuando está gobernando.

Esas sí son motivaciones políticas. Aunque seguramente no le sea grato aceptarlo, es sorprendente hasta qué punto la reacción de este Gobierno ante la huelga está siendo similar a la que tuvo el de Felipe González en 1988: sólo le ha faltado proponer la creación de grupos sindicales del PP en las empresas.

Respecto a los intereses nacionales (hacerme esto a mí) lo primero que tendría que haber hecho el señor Aznar es destituir a la lumbrera estratégica que no tuvo en cuenta, cuando se decidieron los tiempos de la reforma, que había en junio una cumbre europea en Sevilla. Y lo segundo, comprometerse a recibir a Méndez y a Fidalgo en La Moncloa después de la huelga, como hizo con los líderes sindicales europeos, con motivo de la cumbre de primavera en Barcelona, tras unas multitudinarias manifestaciones; también, por cierto, acusadas a priori de acarrear males para la patria.

Tengo para mí que la manera en que el Gobierno ha gestionado esta contrarreforma no responde a una estrategia preestablecida sino a la confluencia de varias cosas: un reflejo ideológico (más mercado, más desigualdad, menos derechos y más competencia individual como fórmulas para alcanzar el crecimiento económico) ante el cambio de signo del ciclo; el afán psicológico de Aznar por asegurarse el liderazgo conservador en Europa: otros hablan de reformas controvertidas, él las hace; la apuesta estratégica por la explotación electoral de los prejuicios sociales más conservadores, sea sobre parados, inmigrantes o jóvenes; la incapacidad para entender que ningún sindicato, por muy involucrado que aparezca en una política de pactos por encima de todo, puede poner su firma en una reforma de este tipo.

Al margen de cuál sea la dimensión de la huelga, Aznar, con esta reforma y con la manera de imponerla (Berlusconi ha sido, en esto, más prudente), ha cruzado su particular rubicón. Ha echado por la borda el talante y la imagen centrista que tanto le había costado cimentar. Gracias, en parte, al entendimiento con los sindicatos. Ahora está tocando el trigémino de millones de trabajadores que, los últimos 15 años, sólo han conocido retrocesos en sus derechos laborales; y está enseñando su cara más conservadora, su agenda oculta (no mostrada en los programas electorales) que amenaza con proseguir, antes de retirarse del Gobierno, con otras reformas sobre la negociación colectiva, el derecho de huelga, el cálculo de las pensiones.

Ha dinamitado el modelo de diálogo social que ha funcionado los últimos seis años y se basaba en: ausencia de agresiones fuertes, como las producidas en la anterior etapa socialista; multiplicidad de pactos, frente al pacto global; preponderancia de los pactos bipartitos sobre los tripartitos; estrategia sindical de limitación de daños. Desde hace un año, el Gobierno ha puesto en cuestión esos supuestos, especialmente el primero. De una concertación de toma y daca ha pasado a otra de toma geroma en la que, como era de prever, ninguno de los dos sindicatos mayoritarios le podía secundar.

Finalmente, el decretazo va a crear, por una parte, serias dificultades para la negociación con los sindicatos en el futuro, en una coyuntura económica que apunta rasgos preocupantes y, por otra, ha politizado la huelga al situar la posible reconsideración gubernamental de la medida -y de otras que pueda tener en cartera- en el plano del desgaste en sus expectativas electorales.

La incógnita a despejar es si prevalecerán los intereses pactistas de algunos delfines de Aznar o si éste querrá pasar a la historia como el líder más empecinadamente neoliberal de Occidente.

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