El plan de Carter para Cuba
Está fuera de discusión que España ha ganado desde la recuperación de la democracia un peso y consideración mucho mayores de los que tuvo en los 40 años precedentes en la escena internacional. Pero, aun siendo la octava potencia económica y toda esa retahíla de éxitos acumulados que aducían primero los Gobiernos socialistas y ahora los populares, las áreas en que nuestra influencia puede ser decisiva apenas sobrepasan Cuba, Guinea Ecuatorial o Marruecos. Ni siquiera Josep Piqué en estos tiempos que corren de plétora aznarista aspira a ser recordado como refundador de la UE o liberador de Afganistán del yugo talibán.
En el primer caso, el de Cuba, tal vez conviniera emprender un sencillo análisis de los propósitos enunciados y de los logros obtenidos tras seis años de Gobierno del PP, más aún después del reciente viaje a la isla grande del ex presidente norteamericano Jimmy Carter.
Alguien debería explicarnos por qué se prefirió que el rey don Juan Carlos no viajara a Cuba, reduciendo su presencia a las horas de trabajo de la Cumbre Iberoamericana que se celebró allí en 1999. Algunos pensamos que las cosas que ha dicho Carter días atrás en La Habana las debería haber dicho antes y mejor nuestro Rey en esa misma capital como prueba adelantada de apoyo a la transición democrática, a los derechos humanos y a las libertades públicas.
Así lo hizo con ocasión de viajes sumamente comprometidos a países como Argentina, Uruguay o Chile cuando estaban bajo el yugo de dictaduras militares. Porque Carter en su visita ha reconocido que de hecho el objetivo último que él persigue es igual al de la Casa Blanca, a saber, que la plenitud de la libertad llegue a Cuba y que se recuperen las más amistosas relaciones entre ambos pueblos. La diferencia respecto al actual inquilino de la Casa Blanca reside en el procedimiento. La aproximación intentada por George Bush se reduce a continuar los 40 años de esfuerzos para aislar y castigar a Cuba restringiendo las visitas y sosteniendo el embargo económico. La otra, la del propio Carter, impulsa el máximo de contactos con los cubanos, dejándoles ver con claridad las ventajas de una verdadera sociedad democrática y animándoles a la adopción de cambios ordenados en su sociedad.
Carter puede exhibir con orgullo en su artículo de The Washington Post que, por primera vez desde el inicio del castrismo hace 43 años, los cubanos pudieron escuchar por radio y televisión o leer en el diario oficial Gramma un llamamiento a favor de la libertad de expresión y reunión, de la organización de sindicatos y de partidos políticos de oposición, de la convocatoria de elecciones generales y de la aceptación de inspectores de las organizaciones de derechos humanos y de la Cruz Roja. El ex presidente considera que la actitud de Bush y de sus palmeros interesados de Miami bloquea las reformas que pudieran abrirse en Cuba porque expanden la percepción de que serían consideradas como signos de debilidad.
Y añade en ese mismo artículo que los disidentes instalados en el interior fueron unánimes en reclamar menos retórica de enfrentamiento y más visitas, multiplicar los intercambios deportivos, turísticos, culturales y científicos, el fin del embargo de alimentos y medicinas, y eliminar las sospechas de que ellos mismos y sus actividades están financiados por el Gobierno de EE UU.
Nuestro viajero, Jimmy Carter, reconoce sin empacho los logros del sistema de educación y de salud de Cuba y propone multiplicar las ofertas de intercambios y ayudas para graduados de ambos países. Nada de esto se escucha por aquí y es difícil aceptar que los estudiantes o graduados de las universidades cubanas tengan que ser mejor acogidos en Princenton o Stanford que en Alcalá de Henares o Salamanca, o que los oficiales cubanos encuentren mejor encaje en West Point que en Marín o Zaragoza.
¿Cabe alguna duda de que el régimen de Castro tiene características personales que lo hacen improrrogable, intransmisible ni a Raúl ni a nadie, que el poscastrismo se hará con los mimbres presentes en la propia isla, que lo del atado y bien atado jamás se cumple, que los militares terminarán desertando del castrismo como sus colegas nicaragüenses del sandinismo, los chilenos lo están haciendo del pinochetismo y antes lo hicieron los portugueses del salazarismo y los españoles del franquismo?
Si todo esto es así, ¿por qué ha tenido que descubrírnoslo Carter? Y ¿adónde va nuestra política con Cuba que hemos logrado imponer con tanta tenacidad en la UE?