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Columna
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Europa y América Latina

José Borrell Fontelles considera que la relación entre la Unión Europea y América Latina, que hoy inician una cumbre en Madrid, está determinada por la nueva pujanza de las relaciones comerciales y por los flujos migratorios

Josep Borrell

Los países de América Latina están entrando en la mundialización a marchas forzadas. Y para resistir mejor las tensiones del proceso lo más conveniente es diversificar interlocutores y pertenecer a varios grupos. Por eso es tan importante su relación con Europa, que se escenifica en la Cumbre en Madrid de los países latinoamericanos y del Caribe y la UE. Una relación no determinada sólo por la historia sino por la nueva pujanza de las relaciones comerciales y los flujos migratorios.

Desde hace más de 10 años, los países de América Latina han abandonado el modelo de desarrollo autocentrado concebido en los sesenta y setenta. Ahora luchan por integrarse de la mejor forma en el nuevo reparto internacional del trabajo de la economía globalizada. Esta integración va acompañada de distintos proyectos regionales y revive las viejas diferencias sociales y étnicas entre los que se benefician del proceso y los que permanecen al margen.

En el pasado protagonizaron más que nadie el modelo de desarrollo por sustitución de las importaciones y extensión del sector público. Pero a partir de la experiencia chilena de finales de los setenta y, sobre todo, desde finales de los ochenta, han sido laboratorio de los procesos de ajuste estructural y del modelo neoliberal adoptado por todos, desde el México de Salinas de Gortari, en 1989, al Brasil de Cardoso, en 1994.

Sus componentes son conocidos: apertura que dinamiza el comercio exterior y provoca relativa desindustrialización, privatizaciones y anclaje nominal de sus monedas con el dólar, etcétera. Pero la ocasión es buena para señalar algunos de sus efectos.

El primero es la creciente unificación a través del mercado de todos los aspectos de la vida, incluyendo los culturales. Pero en el nuevo orden económico, América Latina no dispone, con excepción de México y Brasil, de relevantes ventajas comparativas, industriales, agrícolas o de innovación. La importancia de sus exportaciones agrícolas o de materias primas es menor que antaño, y sus precios, también. En 2000 representa sólo el 6% del comercio mundial y su posición, sin ser marginal, no es estratégica.

Como consecuencia de la permanente insuficiencia de su ahorro interno, sus economías dependen críticamente del capital extranjero. Pero en 2000 América Latina sólo recibió algo menos del 10% de la inversión extranjera directa, de la que un tercio fue a Brasil. Por esta dependencia, y su masivo endeudamiento, la región es muy sensible a la coyuntura mundial como probó el inmediato contagio de Brasil por la crisis asiática de 1997 y su transmisión a otros países del continente.

Las desigualdades siguen siendo las más estridentes del mundo. El nuevo modelo de desarrollo no ha mejorado la pobreza de una parte importante de la población que, además, sigue creciendo a un elevado 1,5 % anual y concentrándose en gigantescas aglomeraciones urbanas.

Según el Banco Mundial, más de una tercera parte de la población vive bajo el umbral de la pobreza y más de 100 millones subsisten con menos de un dólar al día. Ello influye en que el subcontinente sea la zona más violenta del mundo, aunque no haya conflictos entre los países. Es la violencia de las megalópolis brasileñas, del mundo rural centroamericano o la violencia colombiana, con sus 25.000 muertos al año, que hunden profundas raíces en la pobreza sin esperanza.

Ese proceso de mundialización uniformista ha incidido sobre una construcción nacional muchas veces inacabada, dando nuevo vigor a las identidades étnicas que la marginalidad rural tenía larvadas. Son fenómenos que sitúan a América Latina en el corazón de las contradicciones entre lo global y lo local.

Desde otra perspectiva, la mundialización aumenta las diferencias entre los países, en función de su dimensión y posición geográfica respecto a EE UU, y al tiempo favorece los procesos de integración regional. Los intentos de integración económica de los sesenta y setenta no podían tener éxito en un contexto marcado por el desarrollo autocentrado, los procesos de construcción nacional y las luchas ideológicas. Pero los noventa han cambiado el escenario con la entrada en vigor, en 1994, del acuerdo de libre cambio Nafta o TLCAN que une EE UU, Canadá y México en el mayor mercado mundial (400 millones de personas), hasta que la UE lo supere con su ampliación.

Aunque tuvo efectos inmediatos sobre los intercambios de México con América del Norte (en esa dirección fluyen tres cuartas partes de su comercio), el Nafta no es sólo un acuerdo aduanero. Afecta a inversiones, servicios, propiedad intelectual, derecho del trabajo, es decir, a aspectos típicos de una relación más allá de la libre circulación de las mercancías.

Ese acuerdo marcó un hito en la reconfiguración de América, de igual manera que el de libre cambio México-UE de 2000 y el que se firmará este fin de semana en Chile, que va más lejos, establecen las bases de una nueva relación entre Europa y América. Un año después del Nafta nació Mercosur, al que deberíamos llamar Mercosul, que une de forma muy asimétrica Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay, con Chile y Bolivia asociados. La UE es su primer socio comercial y el primer inversor en la zona. Pero es un sistema frágil agitado por crisis graves que asocian recesiones, devaluaciones y crisis financieras, como la de Brasil en 1999 y la actual de Argentina.

Mercosur es también una iniciativa política más allá de lo comercial, como demuestra el protocolo de Usuhaia que establece una cláusula democrática. Ciertamente, Brasil desea impulsar la construcción a partir de Mercosur empezando por la zona de libre cambio con la Comunidad Andina que propuso Cardoso en Brasilia en la primera Cumbre de los 12 Estados de América del Sur. Pero no deja de ser muy significativo que, pocas semanas después de Brasilia, Chile iniciase la negociación de su integración comercial con Nafta antes que con Mercosur-Mercosul.

Los EE UU de Bush, por su parte, retoman la 'iniciativa por las Américas' lanzada por su padre en 1990. Su proyecto de unificación continental a través del mercado no es sólo un proyecto comercial, sino uno político, estratégico e ideológico que propague a través de normas y principios, como la privatización de servicios públicos, los valores de la sociedad norteamericana.

En realidad, la importancia comercial de América Latina para EE UU es mucho menor que la política: EE UU produce el 7% del PIB del continente pero, excluido México, América Latina representa menos del 10% de sus exportaciones y del 6% de sus importaciones. Tanto para EE UU como para la UE, lo que nos importa y nos une con América Latina va más allá de las relaciones comerciales, y entra de lleno en cuestiones de carácter más global como equilibrios demográficos y sociales, problemas ambientales e identidades étnico-culturales.

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