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Tribuna
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De qué América hablamos

Cumbre UE-América Latina en Madrid sin que sepamos bien de qué América Latina estamos hablando ni siquiera si tiene algún sentido intentar una aproximación única a los países que la integran. Tras aquellos análisis de los expertos ahora estimulados por la crisis de Argentina despertamos teniendo que provisionar las inversiones y escarmentados porque el futuro no es lo que era. Aquellos discursos preparatorios del V Centenario del Descubrimiento, del Encuentro o del Encontronazo, querían impulsar una llegada a 1992 sin dictaduras ni presos políticos en el continente. Aparecían buenos ejemplos en países que se desprendían de regímenes autoritarios y daban paso a nuevos intentos democráticos, todo apuntaba a que la marea seguiría subiendo y que incluso en Cuba se abriría camino la transición una vez disuelta la Unión Soviética. La salida pactada de Pinochet en Chile, la llegada de Alfonsín a Argentina, el fin del PRI en México, todo eran síntomas alentadores para configurar un espacio atractivo donde expandir inversiones españolas.

Como casi siempre, impedidos como estuvimos por la dictadura franquista, habíamos llegado tarde a la UE pero nos habíamos propuesto recuperar el tiempo incorporándonos con fervor de neófitos e ideas fuera de los antiguos complejos que a todos pudieran ser válidas. Tratábamos de explotar el éxito convencidos de que había problemas y ambiciones españolas que sólo tendrían soluciones o despliegues dentro de la UE. Aportábamos capital internacional por nuestra implicación mediterránea y consanguinidad con los árabes y también por la prolongación de nuestra estirpe en América. Si Francia tenía la responsabilidad de África y el Reino Unido era el valedor de las áreas de su pasado imperio, la división del trabajo en el seno de la UE privilegiaba a España respecto al Mediterráneo y América Latina.

Íbamos a ser los especialistas, plataforma de lanzamiento, interlocutores privilegiados de la UE con nuestra América. Frente a los triunfalistas de la catástrofe, empeñados en presentar nuestra adhesión a la entonces Comunidad Económica Europea como si nos convirtiera en desertores de nuestro ser histórico y amputara nuestra irrenunciable continuidad con América, pronto se advirtió que el marchamo europeo añadía ventajas para comparecer al otro lado del Atlántico y permitir desembarcos hasta entonces impensables.

Aquellos emigrantes de necesidad que en el mejor de los casos concluían el esfuerzo de una vida haciendo las Américas con el regreso a sus orígenes geográficos para morir como indianos afortunados iban a ser reemplazados por grandes empresas en las áreas tecnológicas más avanzadas o en la energía o los servicios y las finanzas. Se acababa nuestra contribución al tipismo de las casas regionales y empezábamos de nuevo como en los mejores tiempos a ser agentes de la modernización de esa América que es el lugar del mundo donde mejor se han aclimatado las instituciones de la civilización y la cultura europea.

De aquella retahíla de encendida decadencia a base de patriotismo decimonónico, de guerras de independencia -a base de Sagunto, Cádiz, Numancia, Zaragoza y San Marcial-, de ser el referente de algunas de las peores y más durables dictaduras, pasamos como nuevos europeos a recitar otros endecasílabos empresariales a base de Telefónica, Endesa, Dragados, Aguas de Barcelona, BBVA o Santander. Adquirimos con el europeísmo un alto concepto de nosotros mismos y nos imbuimos de la idea de que estábamos sobradamente preparados.

Renunciamos a muchos principios morales en aras de la cuenta de resultados y convencidos de que sólo con ese proceder desenvuelto seríamos competitivos. Si comíamos de esa fruta prohibida tal vez no seríamos como dioses según susurraba la serpiente, pero al menos seríamos como los norteamericanos o los franceses, verdaderos hachas en el arte de corromper a los demás en beneficio propio.

Nuestros misioneros habían compartido las carencias y alentado la teología de la liberación, anatema para Roma, pero 40 años después los españoles parecían curados de idealismos tan peligrosos y decididos a ensayar el camino apropiado de los grandes negocios. Ha cambiado el aire, para Argentina el camino del FMI es inflexible porque las normas sólo tienen excepciones para los poderosos que las aplican. Es fantástico ver, por ejemplo, cómo EE UU, campeón del liberalismo, aplica medidas proteccionistas para evitar la competencia a su agricultura de manera aún más exagerada que los europeos, o a su acero. Es la ley del embudo sobre la que se escucharán estos días algunas voces en Madrid.

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