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Tribuna
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La integración entre la UE y América Latina

La cumbre entre la UE y América Latina se celebra en Madrid esta semana. Joaquín Roy reclama que la UE confirme su compromiso con la zona, generosamente en lo económico pero con firmeza en el terreno político

En la cumbre europeo-latinoamericana que se celebrará en Madrid, bajo la presidencia española de la Unión Europea, los días 17 y 18 de mayo, se deberá perfilar el rumbo de las relaciones entre los dos bloques regionales para el resto de la década. Europa está ya inmersa en una etapa decisiva de su existencia, a las puertas de su mayor ampliación desde el nacimiento de la original Comunidad Europea del Carbón y del Acero, el 9 de mayo de 1950, con la que se conoce como Declaración de Inter-Dependencia, anunciada por Robert Schuman bajo el guión de Jean Monnet.

En contraste, América Latina pasa por otro periodo de indefinición, entre la magia del liberalismo y el libre comercio, y la corrupción y la tentación autoritaria.

Bajo la hegemonía de la única superpotencia del planeta, la UE no tiene mejor salida que insistir en las dos dimensiones en las que puede demostrar una superioridad moral: integración regional y respeto a los derechos humanos. América Latina y el Caribe deben optar por profundizar estas dos dimensiones, adoptándolas como propias.

Lejos de las palabras huecas y las declaraciones ampulosas, convendría que en esta ocasión histórica Europa y América Latina (y el Caribe) afinen los conceptos y converjan en un punto de encuentro para entender a cabalidad qué significan integración regional y democracia, claves del comparativamente impresionante milagro de la experiencia europea del último medio siglo.

En primer lugar, la UE deberá no solamente confirmar su compromiso con la zona del planeta (aparte de Estados Unidos y Canadá) más afín cultural e históricamente con el viejo mundo, sino hacerlo generosamente desde el punto de vista económico, pero al mismo tiempo con firmeza en el terreno político.

América Latina y el Caribe deberán aprovechar esta ocasión para optar por la única alternativa que los libere de los lineamientos de la oferta del norte que plantea la alternativa panamericana a la bolivariana. Conviene gestar un amplio espacio eurolatinoamericano (como ampliación del poco efectivo espacio iberoamericano de la agenda de las cumbres iberoamericanas).

América Latina y el Caribe se enfrentan al dilema de elegir entre la profundización y ampliación simultánea y convergente de los procesos representados por el Mercosur, por un lado, y el Caricom (Comunidad del Caribe) por el otro extremo. Lo contrario es dejarse llevar a la deriva del inexorable modelo dictado por el ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), que nació en Miami en 1994, o como máximo por una gradual expansión del concepto del TLC (Tratado de Libre Comercio, mejor conocido por Nafta, por sus siglas en inglés) formado por Canadá, Estados Unidos y México.

Pero donde se debiera ver más palpablemente el contraste entre una opción y otra es en el concepto de democracia como condición y meta final del proceso de integración, y en la acepción de integración regional. Tanto en la intención como en los documentos fundacionales de Nafta y el ALCA se detecta una ambivalencia ante el concepto de democracia (apenas corregido urgentemente en la cumbre de Quebec, más para señalar a Cuba que para advertir al resto del continente), y la obsesión puesta en el libre comercio como medio y como fin del proceso. Se asume que la eliminación de tarifas producirá el progreso, y como consecuencia se generará democracia. En ningún momento se encara seriamente la liberación de los males endémicos de las sociedades contemporáneas que llevaron precisamente al precipicio a Europa: el nacionalismo de base étnica, el racismo, el fascismo y el nazismo, la intolerancia y la discriminación, cuya supervivencia han puesto de relieve las elecciones presidenciales en Francia.

La integración por sectores (el carbón y el acero) comenzó para evitar las guerras fratricidas y la competencia. La Unión Europea, como dijo Schuman, se fundó para hacer de la guerra algo impensable, y materialmente imposible.

Este mensaje, curiosamente, está perdido en el discurso interamericano, ya que paradójicamente en un continente violento, las guerras entre Estados son la excepción, aparte de casos espectaculares (la Triple Alianza contra Paraguay, el Chaco, disputas entre Bolivia y Chile...). Nada se ha asemejado en las Américas a la sistemática agenda guerrera entre Estados en la que los europeos fueron maestros indiscutibles.

América Latina y el Caribe deben asumir que han sido trágicos líderes en la guerra interna, que atenaza a sus sociedades en castas inamovibles, privilegios insoportables y discriminación angustiosa. Desaparecida la utopía marxista, amplios sectores optan por el camino de la corrupción, el secuestro y el narcotráfico. Se invita a la tentación autoritaria y el populismo rampante. La integración regional comprometida con la cláusula democrática es la única garantía bajo la presión de los vecinos.

Los fundadores de la UE optaran por una vacuna permanente contra la guerra. Se basó en la integración profunda. No fue limitada a la economía, sino que incluyó todos los factores de la producción, incluidos el capital y el trabajo, libres de circular por todo el territorio europeo, bajo la tutela de unas leyes libremente pactadas y unas instituciones comunes. Nada es posible sin la labor de los hombres, para parafrasear a Jean Monnet, pero nada es permanente sin las instituciones, que son los pilares de la civilización. æpermil;ste es un tema tabú en las Américas. Mientras Estados Unidos no acepte esta opción, no le queda más remedio a América Latina que adoptarla para liberarse de los fantasmas del pasado y como garantía del proceso democrático.

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