Desenfocados
En el voto a candidatos extremistas coincide el rechazo de la globalización. Para Carlos Solchaga, la aceleración de la globalización no hace al capitalismo más o menos digno de crítica que antes
Estremece pensar en la amplitud y variedad de componentes del 'voto bronca', por utilizar una expresión argentina, o del voto antisistema en las pasadas elecciones primarias en Francia. Obreros, clase media, intelectuales, campesinos o urbanitas en considerables proporciones han decidido votar por candidatos extremistas que si legalmente no están fuera del sistema, sin duda se hallan en los límites de lo que éste permite en algunos casos o representan agrupaciones muy minoritarias que apenas tienen incidencia en el debate político general y se sitúan en su mayoría al margen de los mecanismos del poder y de la representación.
Esto sin duda es un riesgo que tienen las elecciones primarias cuando el votante no enfrenta sus preferencias a los posibles costes de su decisión. Por ello mismo, quizá no conviene tomarse muy en serio las radiografías sociales que surgen de la distribución de votos de las mismas que pueden corresponder más a un desahogo que a una decisión reposada de las alternativas en liza. Dado que hay que suponer el apoyo de casi todos los no fascistas al único candidato republicano que ha quedado, el presidente Jacques Chirac, en las elecciones de mañana domingo, la comprobación de si lo que decimos es cierto tendrá que esperar hasta el momento de las elecciones legislativas.
La confluencia de tantos votos antisistema el pasado 21 de abril podría ser puramente casual o demostrar un fallo grave del propio sistema que, por razones diferentes, podría ser percibido desde muy distintas posiciones sociales e ideológicas de manera coincidente. Lo primero sería más bien sorprendente, aunque no imposible. En algunas ocasiones se producen alineamientos casuales e imprevistos, pero para una mente analítica es difícil creerlo, incluso cuando se está frente a uno de ellos. En cuanto a la segunda posibilidad, un fallo grave del propio sistema se produce con más frecuencia, pero generalmente va acompañado de manifestaciones externas que le preceden y anuncian su inminencia.
Es difícil encontrar este tipo de síntomas en la Francia de los primeros meses de 2002 con un nivel de prosperidad extraordinario, una oferta magnífica de servicios públicos e infraestructuras, un elevado índice de igualdad social y una ausencia prácticamente total de debate o agitación política prerrevolucionaria.
Lo que sí resulta más fácil de rastrear como posición común de muchos de los colectivos que votaron a los candidatos fascistas y a los ecologistas, a trotskistas y corporativistas es su coincidencia en el rechazo de las consecuencias nacionales e internacionales de la globalización; su deseo apenas disimulado de volver a plantear los problemas políticos, económicos y sociales de Francia en el escenario reducido al del Estado nacional francés como si ello fuera posible a estas alturas del siglo XXI.
Votos de regiones industriales en decadencia han venido a coincidir en su manifestación antisistema con los de otras regiones en que la presencia masiva de inmigrantes pone en peligro los salarios y los empleos de los trabajadores franceses menos cualificados, donde la inseguridad ciudadana de amplias capas de la población hace a todos estos colectivos víctimas fáciles de la xenofobia.
A ello ha contribuido la insensibilidad de la derecha tradicional dentro del sistema no menos que la excesiva sensibilidad social de la izquierda para explicar a sus propias bases y a la población en general que una parte importante de las críticas contra la globalización está fundamentalmente desenfocada y en la parte en la que recoge una preocupación genuina y fundamentada no es de naturaleza distinta de la que el viejo y continuamente renovado sistema capitalista ha merecido siempre a una sensibilidad progresista y solidaria.
El hecho de que la aceleración actual del proceso de globalización merezca una reflexión en sí misma y añada aspectos cualitativos distintos y adicionales al desarrollo del capitalismo no cambia la naturaleza de éste ni lo hace más o menos digno de crítica que lo que era antes, cuando las economías se movían fundamentalmente en el marco de las políticas del estado nación y los movimientos internacionales de bienes y factores de producción eran mucho menores o cuando la aldea global era tan sólo una profecía de sociólogos visionarios.
La izquierda racional tendrá que separarse de las críticas mal fundamentadas de la globalización y conectar el resto de las mismas con las que siempre ha mantenido en relación con el funcionamiento de la economía capitalista. Cuanto antes lo haga, menos confusión habrá.