¿Se hace viejo el mundo?
Manuel Pimentel sostiene que la diferencia entre países ricos y envejecidos y países pobres con numerosa población joven producirá, aún más en el futuro, importantes movimientos migratorios
Tras las sesiones de trabajo de la II Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, auspiciada por la ONU, y celebrada en Madrid este mes, el balance global es bastante pobre: algunas generalidades, buenas palabras, mejores deseos, pero sin concretar medida ni presupuesto alguno. ¿Se esperaba algo más? ¿Eran posibles otras conclusiones?
Con los antecedentes vistos durante las últimas reuniones internacionales, probablemente no, pero no por ello podemos dejar de denunciar que la inmensa mayoría de los países no se tomaron demasiado en serio esta asamblea mundial, la segunda dedicada en exclusividad al envejecimiento internacional, después de que la primera se celebrara en Austria en 1982, con unos resultados también bastantes pobres.
La escasa presencia de jefes de Estado -Albania, Honduras, Guinea Ecuatorial, Yemen, Gabón y Andorra- certifica el escaso interés que el tema ha despertado en los principales países del mundo.
Pero, queramos o no, el envejecimiento de la población nos obsesionará durante los próximos años. La población mundial mayor de 60 años es del 10% sobre el total en la actualidad, pero alcanzará el 21% en 2050. Y este envejecimiento se cebará sobre todo en los países más desarrollados, con especial incidencia en Europa y Japón.
Los españoles tendremos el dudoso honor de ser el país más envejecido del mundo en 2040. Sin embargo, en muchas zonas del planeta -África, sureste asiático y Latinoamérica- la alta natalidad de sus sociedades aleja el temor de su envejecimiento. Estos países serán muy jóvenes durante las próximas décadas. Esta diferencia entre países ricos y envejecidos con los pobres de numerosa población joven, presionará aún más los importantes movimientos migratorios que veremos en el futuro.
El fenómeno del envejecimiento se produce por la combinación de dos tendencias contrapuestas: la del incremento de la esperanza de vida, por un lado, y la de la reducción de la natalidad, por el otro.
En España tenemos en estos momentos una de las más altas esperanzas de vida del mundo -83 años para la mujer, 76 años para el hombre-, simultaneada con una de las tasas de natalidad -1,12 hijos por mujer- más bajas del planeta. La suma de ambos factores no podría dar otro resultado diferente al del acusado envejecimiento que sufriremos durante las próximas décadas.
De todas formas, el fenómeno del envejecimiento no puede valorarse tan sólo negativamente: de alguna manera también significa que podemos alcanzar a vivir bastantes más años, y con más calidad que lo hicieron nuestros abuelos. Desgraciadamente no en todos los países ocurre así: en muchos africanos, la miseria, el sida y las guerras están haciendo disminuir la esperanza de vida.
Por tanto, el proceso de envejecimiento, aunque tenga dimensiones mundiales, nos afectará como europeos de una forma muy especial, por lo que es necesario que nos anticipemos a las demandas que el progresivo cambio de estructura demográfica nos ocasionará.
¿Qué podemos hacer en España? Dividiremos en cinco las grandes áreas de actuaciones, que podrían incorporarse al debate en sede parlamentaria referente a la prolongación del Pacto de Toledo.
Jubilaciones. El reciente acuerdo con los agentes sociales ha permitido una mejor financiación de nuestro sistema público de pensiones, que goza de una excelente salud, y está permitiendo dotar un fondo de reserva. El sistema público será estable durante estos próximos años, susceptible de pequeñas mejoras, y su único riesgo será la inversión demográfica. De todas formas, hay mucho tiempo para resolver las tensiones que se presentarán. Debemos estar pendientes del uso de la jubilación flexible, y de la incorporación de trabajadores inmigrantes como cotizantes.
Sanidad. El gasto sanitario crecerá a mayor ritmo porcentual que el gasto de pensiones, ya que no sólo vivimos más años, sino que además los queremos vivir mejor; un derecho al cual no debemos renunciar. El futuro gasto en pensiones es muy previsible; no ocurre lo mismo con la sanidad, que cada ejercicio nos sorprende por su inesperada tendencia al alza.
Vida laboral. No tiene ningún sentido incentivar las prejubilaciones, ni mucho menos financiarla con dinero público en caso de empresas con beneficios. Lo lógico sería mantener a medio plazo la edad legal de jubilación a los 65 años, y potenciar la jubilación flexible a partir de esa fecha.
Asistencia. Queda casi todo por hacer. La población mayor necesitará cada día más apoyo. Además del seguro de dependencia, será necesario dotar las medidas ya contempladas en el plan gerontológico de teleasistencia, ayuda domiciliaria, centros de día y residencias.
Participación. La población mayor no se resignará a ser una clase pasiva. Querrá participar activamente en la sociedad, y deberemos facilitar ese derecho.
Del público debate deberemos ir obteniendo conclusiones que nos ayuden a organizar mejor nuestro envejecimiento. Y esperemos que la III Asamblea Mundial pueda presentar mejores conclusiones que la de recomendar la jubilación flexible a un mundo donde el 80% de su población no tiene derecho a ningún tipo de jubilación. Quizá en la próxima ocasión tengamos más éxito.