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Tribuna
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El paraíso digital

Plantó luego un jardín en Edén, al oriente, y allí puso al hombre. Hizo brotar de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar. Salía de Edén un río que regaba el jardín. Y dio el hombre nombre a todos los ganados, y a todas las aves del cielo, y a todas las bestias del campo. Y formó a la mujer. Ambos andaban desnudos, sin avergonzarse de ello'.

El Génesis nos muestra la vida del hombre en el paraíso. La disponibilidad y el dominio de todo; el disfrute de la salud, el apoyo de la familia; el acceso a la sabiduría, al conocimiento, al bienestar... El primero de los libros sagrados del cristianismo -análogamente a lo que sucede en otras religiones- muestra un paraíso del que se puede gozar eternamente... y del que también se puede salir.

Creo que mi buen amigo y colega Javier Cremades no se enojará por haber encabezado estas líneas copiando el título con el que ha bautizado un estupendo libro de muy reciente publicación; obra que, por su amplio y riguroso contenido, me ha hecho reflexionar sobre estos paraísos que emanan de la cultura digital en la que estamos inmersos.

A veces tengo la sensación de que nosotros, los que hacemos discurrir nuestra vida profesional dedicados a las nuevas tecnologías y a sus aplicaciones, hemos olvidado que los innegables avances sociales que emanan de un uso racional y humano de la tecnología no son tales si no somos capaces de situarlos allí donde más se necesitan.

Esa brecha digital de la que habla Cremades es tanto más cierta cuanto más distancia -que no diferencia- exista entre las sociedades ricas y las pobres de esto que me gusta denominar infosfera.

Por eso, frente a los imparables avances de la tecnología, gestados a menudo en los laboratorios de las más prestigiosas firmas multinacionales, debe ser la sociedad civil internacional y sus representantes políticos la que asegure que aquellos hallazgos, aquellos desarrollos, son útiles para todos. Nunca en la historia de la humanidad hemos estado tan cerca de colocar urbi et orbi el bien más preciado que la humanidad puede poseer, el conocimiento.

En este estado de cosas, el derecho tiene mucho que aportar. El derecho, como expresión ontológica del anhelo de justicia consustancial al ser humano, debe adecuarse rápidamente al ritmo que lo hacen los acontecimientos tecnológicos, y con él sus promotores. Abogados y juristas, escuelas de leyes y facultades de derecho de todo el mundo deben abordar el estudio, análisis y reflexión de los acontecimientos tecnológicos que posean trascendencia humana -es decir, todos- y actuar en su consecuencia. Hacerlo así excitará la actuación de las cámaras legislativas y, de allí, a los jueces y tribunales.

No nos cabe duda de lo mucho y rápido que se ha avanzado durante estos últimos años en construir una respuesta jurídica a los problemas que plantean las nuevas tecnologías. No hace falta retroceder muchos años para recordar cómo, ayer mismo, las únicas materias tratadas por el recién nacido derecho de la informática se centraban casi exclusivamente en la debida protección de la intimidad de los ciudadanos por el posible uso abusivo de la informática, tal y como prescribía nuestra Constitución.

Entonces, en 1978, al margen de lo contenido en la Carta Magna, no había legislación nacional alguna sobre la materia -normativa que tuvo que redactarse a toda prisa años después por mor de los compromisos adquiridos con el Tratado de Schengen-.

La protección de los datos personales y algún acercamiento a lo que se empezó a conocer como delito informático constituían el grueso de las armas del derecho de las nuevas tecnologías.

Apartir de ahí todo se ha desarrollado velozmente; a veces más deprisa de lo que hemos podido asimilar. Los nuevos servicios de telecomunicaciones surgidos de nuevos mercados libres de monopolios, las nuevas tecnologías de la fibra óptica y el satélite, las creaciones artísticas digitales, el cine, la literatura, la nueva propiedad intelectual; la compraventa de bienes y servicios a través de las nuevas redes de telecomunicaciones planetarias; la firma electrónica y los medios de pago; la televisión interactiva, el vídeo bajo demanda, la defensa de los consumidores en este nuevo entorno, Internet, etcétera.

Un etcétera que crece cada día que pasa. Por todo y para todo ello el derecho, nuestro derecho, el de la Unión Europea y el español, ha tenido que ir adecuándose rápidamente para dar respuesta - o intentarlo, al menos- a una nueva clase de asuntos de trascendencia jurídica.

Así, hoy día, desde normas tan específicas como las relativas a la firma electrónica, a las más generales como la reciente de Enjuiciamiento Civil, puede observarse cómo en todas ellas se contienen disposiciones que tratan -con mayor o menor profundidad o acierto- las repercusiones que las nuevas tecnologías pueden tener sobre la convivencia, fin último del derecho.

Pero esto no ha hecho nada más que empezar; tenemos una inmensa labor por delante. Aparecerán nuevas tecnologías o servicios que será necesario regular y requerirán el concurso de todos. En paralelo, habrá que contribuir a que estas nuevas normas calen no sólo en nuestro tejido jurídico, sino en el administrativo, el empresarial y en la ciudadanía. Debemos hacer llegar, muy especialmente a este último sector, el conocimiento, la certeza, de que no está desamparado, sino que, por el contrario, está protegido; hacerle saber que hay un derecho que le asiste y al que puede y debe recurrir.

Estas nuevas tecnologías, no cabe duda, están facilitando nuestra vida, ese paraíso digital al que caminamos. La tecnología puede -y debe- ayudarnos a ser más felices, pero no debemos olvidar que nuestra dicha, nuestro progreso no pueden sustentarse en la infelicidad ajena o en la renuncia de otros a la propia dignidad.

El paraíso, incluso el digital, no será tal si no puede serlo para todos.

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