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El pulso exterior

Oportunidad perdida

La estabilización del déficit comercial en un año caracterizado por la recesión económica internacional y la desaceleración de los flujos comerciales, manteniendo al mismo tiempo unas tasas de mejora de la exportación por encima del crecimiento del comercio mundial, es, sin duda, un resultado positivo. Como positivas son también la ligera mejoría en la tasa de cobertura y el dinamismo de nuestras ventas en algunos de los nuevos mercados como Europa del Este, China y México.

Sin embargo, visto el comportamiento de algunos factores favorables, especialmente la caída de los precios del petróleo, y la evolución de nuestros competidores, queda la sensación de que el resultado, aunque bueno, ha sido pobre y se ha perdido una oportunidad para invertir el desequilibrio de la balanza comercial.

Así, mientras que al cierre de 2000 las autoridades comerciales responsabilizaban, con razón, del 83% del crecimiento del déficit comercial en ese año al encarecimiento del petróleo; ahora, un año después, la fuerte moderación en los precios de las importaciones, por la caída de un 10% de los precios energéticos, únicamente ha servido para evitar que el saldo negativo de nuestros intercambios comerciales volviera a marcar un máximo histórico, pero sin rebajar esos 43.000 millones de euros (más de siete billones de pesetas) que siguen lastrando el crecimiento global de nuestra economía.

Por otra parte, la comparación de esa estabilización del déficit español con el crecimiento del 58,8% que ha registrado el superávit del comercio exterior en Alemania; con la reversión registrada en Francia, que pasó de un déficit de 3.381 millones de euros en 2000 a un superávit de 3.325 millones en 2001, o con los resultados de Italia que ha multiplicado por cinco su excedente comercial, hasta situarse en 9.815 millones de euros, pone de relieve el raquitismo de los resultados en España.

Al mismo tiempo, la importante desaceleración sufrida por nuestras exportaciones, especialmente el último trimestre, periodo que ha registrado los peores resultados desde las devaluaciones de la peseta de 1992, si no es alarmante, por las circunstancias internacionales, si debe invitar a una seria reflexión sobre la excesiva concentración geográfica y sectorial de nuestro sector exportador y su capacidad para abrir nuevos mercados cuando flojean los tradicionales.

El aumento del peso de la UE como destino de las exportaciones españolas, hasta el 71,3% del total, descarta a la competitividad como el origen del problema. El efecto del tipo de cambio es inexistente en los 12 países de la zona euro y en el Reino Unido se ha crecido tres veces por encima de la media. Y si tampoco parece existir un déficit de calidad porque los mercados europeos están también entre los más exigentes del planeta, es más que probable que volvamos a tropezar con el obstáculo permanente de la promoción y de la imagen.

El problema real de España en los países emergentes no es que tenga mala imagen, sino que no tiene ninguna, y la superación de ese déficit debe ser el reto esencial de todas las políticas de apoyo a la internacionalización. Un esfuerzo que corresponde, en parte, a la Administración, pero que exige también el compromiso sin reservas del sector privado y de la sociedad en general.

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