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Columna
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Constituir Europa

José Borrell Fontelles subraya que el debate fundamental en la Convención de la Unión Europea, que acaba de iniciar sus trabajos en Bruselas, es cómo conciliar las soberanías contradictorias del todo y de las partes

La Convención europea que debe preparar la Conferencia Intergubernamental de 2004, de la que me honro en formar parte en representación del Parlamento español, se ha puesto el listón muy alto. Después de lo dicho en su sesión inaugural, el éxito o el fracaso será juzgado mediáticamente por su capacidad de proponer a los Gobiernos europeos un proyecto de Constitución europea.

Este objetivo considerado tabú en Bruselas hasta hace pocos meses, va más allá del establecido en la Conferencia de Niza o en la Declaración de Laeken. Pero la experiencia histórica enseña que este tipo de convenciones sólo tienen éxito cuando desbordan sus objetivos iniciales. Así ocurrió con la Convención de Filadelfia, que alumbró a los actuales EE UU, o con la Convención republicana francesa, que acabó con el antiguo régimen absolutista.

Nadie había pedido a los representantes de las ex colonias que redactaran una Constitución que las federara. Su mandato, como el que se nos dio en Niza, era revisar y aclarar el articulado del Tratado que las unía. Por eso es tan atractivo referirse a este antecedente histórico y leer los Federalist Papers con los que Hamilton pretendía convencer al Estado de Nueva York para que votara a favor de la Constitución.

El diagnóstico de la situación, si no era el mismo, se expresaba con las mismas palabras ('América está enferma, sus instituciones no pueden seguir funcionando así'), que se han usado desde el semifracaso de Niza, o en el propio discurso inaugural del presidente Giscard, para describir la situación del proyecto europeo. Si el presidente Aznar rechazaba en la sesión inaugural que Europa viviese una crisis existencial, era difícil interpretar de otra forma las palabras de Giscard advirtiendo que 'lo que se ha construido en los últimos 50 años ha alcanzado su limite y está amenazado de dislocación, que es lo que ocurrirá si la Convención fracasa...'. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, la historia de la integración europea en estos 50 años es la historia de un éxito. El problema no está en no haber conseguido los propósitos de los padres fundadores, sino en la definición de nuevos objetivos y de nuevos métodos para conseguirlos.

La cuestión fundamental del debate que se va a producir es cómo conciliar las soberanías contradictorias del todo (la Unión Europea como entidad política supranacional) y las partes (los Estados miembros).Y también en eso los Federalist Papers de hace 200 años parecen escritos ayer por alguno de los visionarios de la Europa del siglo XXI : 'La Constitución que debemos hacer no será estrictamente una Constitución nacional ni una Constitución federal, sino un compuesto de las dos'.

Una simbiosis del mismo estilo tendrá que producir la Convención entre el modelo de una Europa con un poder ejecutivo fuerte, incluyendo un jefe de Gobierno elegido directa o indirectamente por los ciudadanos europeos y un Parlamento que lo controle y los que quieren que los Estados sigan ejerciendo el poder político fundamental. Una fórmula original e intermedia, que está por inventar, entre los Estados Unidos de Europa y los Estados de Europa Unidos.

La tarea es ciertamente difícil, más de lo que parece, tanto por la complejidad de la acumulación de tratados preexistentes como por la carga emotiva que la Historia ha dado a palabras como federalismo, que tiene significados diferentes para unos y para otros.

De momento en la Convención estamos discutiendo los problemas del método de trabajo. Ya se sabe que los procedimientos son despreciados por los que creen que carecen de interés público y distraen de los problemas de fondo. Pero en estos procesos, como en la vida interna de los partidos políticos, los procedimientos predeterminan los resultados. La Convención republicana de 1787 se resolvió históricamente a través de un problema de método tan importante como el sistema de votación. Una vez que se decidió que no se votaba por estamentos, sino por miembros la Revolución, se hizo imparable.

En todo caso, después de cinco reformas sucesivas de sus tratados en menos de 20 años, Europa está de nuevo en debate. Se enfrenta a un triple problema de dimensión, de legitimidad y de eficacia que no podrá ser resuelto por partes ni por el tradicional método comunitario de pequeños pasos consensuados sin necesidad de definir a priori un proyecto de conjunto.

De estos problemas el de la dimensión no es el menos importante. Lo cuantitativo se convierte en cualitativo y exige un cambio de sistema porque lo previsto para seis no funciona para 25 o 30. El problema lingüístico es un buen ejemplo: con las actuales 11 lenguas oficiales de la UE el numero de combinaciones n(n-1) a efectos de traducción es de 110. Una Unión ampliada tendría que trabajar, en el mejor de los casos, con 22 lenguas que implican 462 combinaciones lingüísticas. El coste estimado de una reunión del Consejo en estas condiciones seria de un millón de dólares.

Más allá de estos problemas, en el fondo, el proyecto europeo es el primer intento práctico de construir una democracia supranacional, algo imprescindible para aportar paz y justicia social a un mundo globalizado. Eso es lo que da a la Convención europea toda su apasionante transcendencia.

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